Guns´s and Roses y el Síndrome de Page
Me pierdo en el blanco de la pantalla,
pareciera que me he desprendido del mundo sensorial, súbitamente de mi ipod
emanan unas notas y mi cuerpo reacciona con los síntomas del Síndrome de Page
(en honor a Jimmy), es una variante de la epilepsia que presentamos
especialmente los varones, en la que ante estímulos guitarrísticos, sean estos
requintos, arpegios o simples acordes, el cerebro manda una señal a brazos y
manos obligando al sujeto a colocarse en lo que los neurólogos, tras años de
investigación, han denominado “posición del guitarrista”, tras lo cual las
manos comienzan a simular el movimiento de interpretación del instrumento. La
“posición del guitarrista” se acompaña de movimientos convulsivos de cabeza y
con expresiones faciales que pueden denotar rudeza o inspiración, en esta
última son signos característicos el cierre de ojos y lo que los especialistas
llaman “gesto de estreñimiento”.
Superado el ataque me es posible
reconocer el estímulo, es la apertura de la canción Sweet Child of Mine, de Guns
N’ Roses. Súbitamente
visualizo a un charro con falda escocesa, al parecer el Síndrome de Page ha
causado daños irreversibles en mi persona, ¿será una revelación sobre el
potencial curativo de una bebida compuesta de tequila y whisky?, ¿será Ewan
McGregor protagonizando la vida de Jorge Negrete? o quizá ¿Alejandro Fernández
de gira por Edimburgo? Cuando estoy por resignarme a mi nueva condición mental,
me rescata un empuje de reminiscencia. Es 2 de abril de 1992 (si existieran dudas
sobre la precisión del dato, puedo mostrar evidencia, pues aún conservo el
boleto el cual ya asemeja un papiro) , estoy en el Palacio de los Deportes de
la Ciudad de México, es la gira de Use
your illusion y a unos metros se encuentra, a la orilla del escenario, un
sujeto semidesnudo con la cara tapada por un abundante cabello crespo.
Posiblemente el impacto de dicha escena me llevó a olvidarla, haber escuchado
incesantemente esa canción al grado de casi borrar en mi tornamesa los canales
del Long Play de Appetite for Destruction
y de repente estar frente a Slash, el
guitarrista de Guns N’ Roses, interpretando uno de los arpegios que marcaron la
década de los ochenta, fue un exceso de conmoción. Pero, ¿y el charro con falda
escocesa?, es Axl Rose, quien en ese momento representaba lo más cercano a una divinidad, era un Hércules o un Aquiles
posmoderno, su sola presencia cortaba la respiración de legiones de doncellas
dispuestas a abandonar todo para ir tras él y despertaba los deseos miméticos
de hordas de mancebos.
En un proceso absoluto de asociación libre, aparece
Axl Rose con su típica pañoleta en la cabeza y playera blanca, brincando
enajenadamente encima del escenario, del cual emerge, frente a la mirada
fascinada de la devota multitud, un piano de cola. Todas las luces, excepto las
que se dirigen al piano, se apagan, Rose se sienta frente a él y tras jugar con
algunas notas inicia la interpretación de November
Rain, el Palacio de los Deportes se cimbra por la vocinglería y una marea
de puntos de luz se extiende por todo el recinto. La expectativa frente al
primer estribillo es la antesala al síncope. Repentinamente:
When I look into your eyes
I can see a love restrained
But darlin' when I hold you
Don't you know I feel the same
Todos los sueños parecían plasmarse, el
impulso era a abrazar y besar al humano más inmediato, hasta detenerse frente
al rostro extasiado, sudoroso y poco agraciado del amigo. Hay límites que ni en
el frenesí más desatado se cruzan.
Tras el concierto, la añoranza. La
experiencia fue la de haber entrado al Olimpo para después ser expulsado a una
realidad que se dibujaba más cruda frente al contraste de lo previamente
vivido. Encontrar el coche estacionado junto al de nosotros con el parabrisas
roto por una piedra, agudizó esta sensación.
Pasadas las semanas, saturado por la escucha de los dos
discos de Use your illusion, que
fueron mis primeros CD’s, me sobrepuse a mi primera experiencia concertil e
inicie mi preparación para retornar al Palacio de los Deportes el 25 de
noviembre del mismo año, pero ahora para ser testigo de la primera visita de U2
a México, en su gira The Zoo TV Tour,
al cual siguieron los conciertos de Peter Gabriel en el mismo espacio, el 24 de
septiembre de 1993 y el de Pink Floyd el 9 de abril de 1994 en el Foro Sol, el
cual todavía llevaba el nombre de Foro Autódromo.
Recientemente estuvo Metallica en
México, la noticia me hizo sentir nostalgia mezclada con la sensación de
escucha de murmullos del ayer, los cuales elevaron su volumen hasta
representarme como espectros a un grupo de adolescentes con jeans rotos, botas
con punta de metal, camisa de leñador amarrada a la cintura y playera
desfajada, arrojándose unos contra otros en un ritual iniciático… Repetir dicho ritual como treintañero,
seguramente implicaría una visita al ortopedista o al menos una fuerte dosis de
Advil o Febrax, acompañada de friegas de Lonol.
De cualquier manera, conservo el
Síndrome de Page como remanente de aquella época, cuando era habitante de Paradise City.
Marillion, un amor con aroma de
lavanda
Lavandas azules, dilly dilly,
lavandas verdes
Cuando yo soy un rey, dilly dilly,
tu serás una reina
Un penny por tus pensamientos querida
mía
Un penny por tus pensamientos
querida mía
I.O.U. (I owe you – te lo debo) por
tu amor
I.O.U. (I owe you - te lo debo) por
tu amor
Canto cuasi
delirante, estridente balbuceo de un necio amante entregando su miseria a
cambio de una mirada. Eso es apariencia, sólo apariencia en este bello texto,
cuyo enigma me fue arrojado a través de una de las melodías más bellas del rock
progresivo, Lavender, interpretada
por el grupo Marillion, integrado por
leales discípulos del mítico Tolkien, al menos en su trayecto por la década
de los ochenta.
Misterio,
inquietante misterio ocultaban estas palabras. Escaleras al cielo, ladrillos en
la pared o una Lucy con ojos caleidoscopicos me resultaban más comprensibles
frente a este despropósito inglés cuya fuerza no cesaba de mostrarme la
distancia entre su mensaje original y las limitaciones de mi comprensión. Por
referencias de queridos amigos sabía de su compositor, cuya vocación bibliófaga
multiplicaba las posibilidades exegéticas y por tanto, lo inescrutable del texto.
Resignado a
escuchar sin comprender, lo cual no era novedad en mi vida, fui sacudido por un
giro de la fortuna. Como sucede muchas veces con los libros, lo que un día
quitan, otro lo obsequian. Leyendo la novela London de Edward Rutherfurd, aparecieron danzando frente a mis ojos
las estrofas Lavandas azules, dilly
dilly, lavandas verdes… En un primer momento tuve la sensación de haberme
perdido a mí mismo, posiblemente las 353.6 (la fracción es debida a una
desagradable interrupción) veces que había escuchado la melodía de Marillion habían tenido su efecto en mis
neuronas. Lavé mi rostro con agua fría y las letras seguían ahí, acompañadas de
elementos más contundentes para ahondar en el enigma.
Inquiriendo
las fuentes del texto, se me
develó que su intensidad hunde sus raíces en la canción Lavender blue, nacida en el folklor
inglés del siglo XVII. Como sucede con este tipo de tradiciones, los orígenes
son difusos, sin embargo, predominan las versiones de que era una canción de
cuna o una pieza componente del festival de Twelfth
Night, que se celebraba la duodécima noche posterior a la nochebuena la cual
corresponde la Noche de Reyes o Epifanía, noche de festejo para los reyes en la
antigua Inglaterra.
El instante
es la cuna del deseo, la sucesión de instantes crea la apariencia de extensión
del deseo. Todo supuesto “deseo mayor” sellará su finiquito si su ruta no es
decorada y perfumada por las lavandas de los instantes. Más el instante también
es fragilidad, se quebranta inesperadamente, ¿Cuántas veces no hemos sido
sustraídos estrepitosamente de la eternidad de un momento? La clausura del
instante es el umbral de la memoria, transcurrido el instante el resto es
recuerdo. Pero recordar también se constituye en un instante, por lo que el ser
y su memoria se entrelazan, borrando cualquier margen que pretenda dividirlos.
Escuchar
una y otra vez una melodía es prolongar un pasado en constante fuga, es un
instante de negación del tiempo, certeza necesaria frente a la incertidumbre de
lo no escuchado o lo por escuchar. Saber de las millones de voces atravesando
los siglos con la entonación de la frase Lavandas
azules, dilly dilly, lavandas verdes; me despierta un sentimiento de
inclusión en el coro de las generaciones, atravesado por la aflicción por
aquello que ha quedado en el horizonte de lo posible por la humana insistencia
por el eterno retorno de lo igual.