domingo, 27 de marzo de 2011

Atisbos psicoanalíticos a los siete pecados capitales: Soberbia


Presentación
       Dice Georges Bataille, el erotismo “es la aprobación de la vida hasta en la muerte”, extendiendo así la experiencia erótica hasta los linderos de la no existencia. Bataille develó uno de nuestros secretos más inconfesables como seres humanos, la intensidad de placer de un acto es proporcional al grado de transgresión implicado en el mismo, yendo en un sentido diferente al que hoy proclaman las mentes liberales, para él no se trata de levantar las prohibiciones, pues sin estas se diluye la sensación de transgresión y por tanto el placer. De ahí que muchos placeres de épocas previas sean ahora rutinas de cada fin de semana, de ahí que en la actualidad se requiera llegar a “estados preagónicos” (citando a Savater) para experimentar placer. Al diluirse la prohibición emana el exceso y con el exceso viene la muerte.
      Pecado significa transgresión voluntaria de un precepto, en el caso de los llamados Pecados Capitales serían aquellas transgresiones que son “cabeza” de muchas otras, son raíces de extensas ramificaciones. La principal característica del pecado es que siempre va dirigido a alguien, sea la divinidad, la naturaleza o los congéneres.
      Hoy los Pecados Capitales son percibidos como residuos de un pasado “oscurantista”, la misma Iglesia Católica emitió en marzo del 2008 una nueva lista de pecados capitales a los cuales llamó “pecados sociales”. Hasta las religiones se han desacralizado.
     Pero dejando a un lado las aspiraciones de perpetua vanguardia de nuestra era y considerando que la condición humana no sigue los patrones temporales de lo que llamo “cambio i”, esto es, renovaciones anuales obligatorias, creo, junto con autores como Savater, que la reflexión alrededor de los llamados Pecados capitales, no es una discusión moral sino un debate sobre la ética del bien vivir y la convivencia.
     Esta serie abordará el tema, orientada por la teoría psicoanalítica y seguirá el siguiente orden: Soberbia, gula, avaricia, ira, lujuria, pereza y envidia
  

Soberbia
"¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo". Así escribe el profeta Isaías (14, 12-14) sobre la primera creatura soberbia, Lucifer, el portador de luz, quien tras negarse a ser siervo de Dios, es arrojado a los infiernos transmutado en Satán, el adversario.
      Raíz de todo pecado, la soberbia es el apetito por ser preferido por encima de todos, no es el orgullo de ser uno mismo sino el menosprecio del ser del otro, el no reconocimiento del semejante.
      Pero la soberbia no siempre fue el más soberbio de los pecados. En un texto del siglo primero antes de nuestra era, el Testamento de los doce profetas ocupaba el cuarto lugar. Posteriormente Evagrio del Ponto, uno de los primeros pensadores cristianos en hacer referencia a los pecados capitales (él describía ocho), denigró a la soberbia al séptimo lugar de su lista. Sin embargo, el papa Gegorio I la lanzó al estrellato al nombrarla superbia asimilándola a la hubris  griega, esa desmesura ilustrada por el famoso proverbio atribuido a  Eurípides (aunque en realidad se desconoce al autor): “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”, frase congruente con la visión de Aristóteles quien afirmaba: “Quien vaya más allá de sus merecimientos es imbécil”.
Esta locura, esta enajenación, es el ensamble con la concepción psicoanalítica del Narciso que nos habita, representado por aquel fastuoso joven quien, según narra Ovidio en el Libro Tercero de Las Metamorfosis,  al ver su imagen reflejada en el agua no pudo ya más que dirigirse a sí mismo hasta el ahogo: “Éste yo soy. Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía: me abraso en amor de mí, llamas muevo y llamas llevo”.
Freud dice que al momento de constituirse el “yo”, la energía impulsora del psiquismo humano, a la cual llamó pulsión, puede dirigirse hacia la “madre que cría” o hacia “si mismo”. Cuando predomina el sentido hacia si mismo se va forjando un ser humano tipo narcisista, el cual tenderá a dirigir su amor a las representaciones de lo que es, lo que fue, lo que querría ser o a una persona que experimenta  como extensión de si mismo.
Pero esto no sucede sin la participación de los padres, quienes en este caso le transmiten al infante la fantasía de que las leyes de la naturaleza y la sociedad no son aplicables a él, de esta manera podrá “cumplir los sueños, los irrealizados deseos de sus padres”. El narcisista se imaginará como un ideal en el cual podrá ser lo que quiera, pero al no ser atravesado este ideal por las leyes de la naturaleza o la sociedad, entonces se constituye como una imagen de sí mismo cuasi-delirante. En el sentido etimológico sería un imbécil, esto es, alguien ostentándose como capaz de andar sin bastón cuando es obvio que no puede sostenerse por si mismo. 
El narcisista no se enamora, el amor requiere resignar parte de la propia personalidad a favor del reconocimiento del otro. Para Freud, lo opuesto al enamoramiento es la “fantasía de fin del mundo de los paranoicos”, pues en el nivel más alto del narcisismo emana el delirio de persecución. El mecanismo sería el siguiente: “si no logro ser el más amado por todos, es por la envidia que todos me tienen”. El narcisista al ensanchar la valía de sus talentos, funda en sus ensueños, múltiples teorías de la conspiración donde la indiferencia de los demás es leída como una estrategia para negar su grandeza y procurarle un daño.
Puede suceder que el narcisista logré atraer admiradores a su lado, por motivos descritos con claridad por Freud: “El narcisismo de una persona despliega gran atracción sobre aquellas otras que han desistido de la dimensión plena de su narcisismo propio y andan en requerimiento del amor de objeto”. El narcisista es imán para aquellos seres de metal, que al igual que el hombre de hojalata de “El mago de Oz”, sienten que andan por la vida sin corazón y buscan angustiosamente a otro que al menos derrame algunas migajas de reconocimiento sobre ellos.
La desmesura del narcisista es la locura de la soberbia, en la cual se desprecia a todos pero no se puede prescindir del reconocimiento de todos.
La tradición cristiana pretende curar la soberbia con píldoras de humildad, la cual deriva de humus, de la tierra. Para atemperar  a nuestro potencial Lucifer, debemos hacer un ejercicio de remembranza, remitirnos al momento donde el creador tomo la tierra entre sus manos y moldeó al potohumano: Adán. Recordar nuestro fangoso origen es para el cristianismo el remedio contra la soberbia, de ahí que los católicos marquen cada año sus frentes con ceniza: “Polvo eres y en polvo te convertirás”.
Desde una perspectiva secular, podemos decir junto con Savater que “nadie puede estar por encima de la labor humana” o con los estoicos “hoy debo cumplir bien mi labor de hombre”. Esto implica seguir una ética alejada de la lógica del mercado la cual invita a “venderse” a “ser el mejor”. Una ética de convivencia propone hacer de acuerdo a los propios talentos y conforme al grupo o a los grupos a los cuales se pertenezca.
Para Savater “el soberbio está completamente solo, desfondado por su nada. Puede ser inteligente, pero no sabio; puede ser astuto, diabólicamente astuto quizá, pero siempre dejará tras sus fechorías cabos sueltos por los que se le podrá identificar”.  
Freud afirma: “Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero al final uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de una frustración no puede amar”.
Desligados de cualquier credo religioso, estos dos pensadores arriban al mismo puerto: la soberbia, el exceso de narcisismo, tienen como destino la más radical y dolorosa soledad, la cual no será un castigo sino el cumplimiento del deseo original del soberbio y del narcisista: ser preferido por encima de todos.

domingo, 13 de marzo de 2011

¿Por qué todo ser excepcional es melancólico?


Se dice (1) que la melancolía tiene tres cabezas: un temperamento, una enfermedad y la característica del genio.
Temperamentum es la medida de una persona. El ser con temperamento melancólico es agitado permanentemente por fuerzas de contraste, la bilis negra lo muerde empujándolo a calmar su dolor a través de los placeres. Urgido de sosiego para su cuerpo e intolerante a la vida fría y sobria, actúa bajo el imperativo de la diversión, es inasible pues si se detiene, los segundos lo carcomen. El melancólico ríe y en su jolgorio es señalado como loco por “los normales”, es Demócrito carcajeándose de la seriedad de los ignorantes, quienes incapaces del éx-tasis (“estar fuera de sí”) quedan encerrados en sí mismos temerosos de perder su identidad. Al melancólico se le revela el destino a través de la trama trágica de la peripecia (“inversión de las cosas en sentido contrario”), la anagnórisis (“cambio de ignorancia a conocimiento”) y la pasión (“acción que hace sufrir o morir”). Sólo la risa le permite sobrevivir a esta clarividencia, la cual le ha mostrado la miseria del ser humano impotente ante el cosmos y ridículo frente a sí mismo (2).
Cuando en su trayecto trágico el melancólico se arroja exclusivamente al pathos, sufre una metamorfosis a ser patético, es el doliente aferrado a un objeto muerto o desparecido al cual invoca compulsivamente. Es cuando cesa el juego de ser otro para mimetizarse con eso otro, es cuando  deja de ser metáfora para convertirse en cosa entregada totalmente a la voracidad del tiempo y por tanto a la muerte.
Frente a la tercera cabeza de la melancolía Jackie Pigeaud se pregunta: “¿cómo la inconstancia, cómo la variabilidad, cómo los avatares del melancólico pueden explicar el esplendor, la creatividad, el genio…?” Cuestión que le inspira el Problema treinta atribuido a Aristóteles, pero más cercano a las ideas de su discípulo Teofrasto: “¿por qué todo ser excepcional es melancólico?”.
Para los griegos antiguos, crear era imitar, por tanto la creatividad “es una irreprimible incitación a convertirse  en otra persona, a convertirse en todos los demás”. Aristóteles consideraba que el arte poética (crear) era un don exclusivo de los dotados por naturaleza o de los locos. Los primeros capaces de moldearse a sí mismos hasta hacerse otro (personaje), lo otros proyectándose  fuera de sí mismos pudiendo adoptar todos los posicionamientos humanos. La frontera entre el dotado y el loco es borrosa, su raíz es la misma: la melancolía; su única diferencia: el grado de melancolía.
El cristianismo sujetó la melancolía al pecado, denegando el pensamiento socrático, el cual sostenía cuatro delirios divinos de los cuales emanan la inspiración profética (Apolo), la inspiración mística (Dionisio), la inspiración poética (Las musas) y la inspiración erótica (Afrodita y Eros).   Agrupando melancolía con la acedia (negligencia), los cristianos la condenaron como vicio. Evagrio Póntico afirmaba: “La tristeza es un gusano del corazón y se come a la madre que lo ha generado” y “No basta una sola mujer para satisfacer al voluptuoso y no basta una sola celda para el acedioso”.
Con su Grabado Melencolia I, Durero hace retornar a la melancolía al terreno de las fuerzas impulsoras de la creación humana. Junto con muchos otros, renovará el pensamiento clásico para cimentar los pilares de la modernidad, la cual recluirá al ser humano en la razón, sofocando las llamaradas de la pasión e inaugurando la era del tedio, donde se combate la locura y el misterio cómo síntomas de la sinrazón.
Será Schopenhauer quien delatará los excesos de los ilustrados, afirmando que “el hombre común delira, equivoca constantemente el objeto de su deseo, mientras que el genio melancólico responde siempre a una revelación que perseguir” (3). Tras él, llegan Freud y Heidegger, el primero delineando el duelo y la melancolía, el segundo invitando a invertir el proceso faústico, al transitar del tedio a la melancolía. Para el filósofo, el aburrimiento es la angustia que precede a la pregunta por el ser y sólo a partir de esta pregunta procede la cura del ser, atravesando necesariamente por la melancolía, la cual es incurable. Quien se ha hecho consciente de su ser para la muerte, sólo puede habitar en el mundo saciando parcialmente su hambre ontológica y este apetito sólo se satisface viviendo poéticamente, creando instantes poéticos, musicales, plásticos, eróticos, en fin, creando para ensanchar el tiempo.
Julio Hubard nos dice: “Negar la zona oscura donde irrumpe la melancolía o donde surge la locura, quererla extirpar es efectuar el paso de Fausto y, ante tal perspectiva, solamente quedaría, como ha dicho Cioran, sentarse a administrar el tedio”. Este maravilloso fragmento de verdad es la respuesta al Problema aristotélico, todos los seres excepcionales (entendidos como creadores) son melancólicos, porque solamente quien se ha permitido transitar del tedio a la tristeza, mirando de frente la fragilidad de la cordura y la existencia, puede sentir un impulso legítimo a crear. En un tiempo donde pululan los llamados “creativos” resulta necesario preguntarse sobre el origen de sus “obras”, las cuales suelen emanar no de una creación de un otro, sino de una re-creación de sí mismos y de sus percepciones del mundo. Su don, si así se le puede llamar, no es el de la creación, no es poético. Son ordenadores de signos, administradores del tedio, cuyos productos tan solo inspiran a consumir realidad, obstruyendo las vías del “éx-tasis”, negando a como de lugar la melancolía, cuya presencia es un peligro para toda pretensión de hegemonía.


(1) Klibansky, R., Panofsky, E. y Saxl, F. (1991). Saturno y la melancolía. Madrid: Alianza.

(2) Pigeaud, J. (2007). Prólogo. En Aristóteles. El hombre de genio y la melancolía (problema XXX) [9-76]. Barcelona: Acantilado.

(3)  Hubard, J. (1993). Prólogo. En Aristóteles e Hipócrates. De la melancolía [7-52]. México: Vuelta.

jueves, 3 de marzo de 2011

Siendo niño


Siendo niño imaginé un reino,
una comarca holográfica en incesante movimiento,
donde las paredes reflejaban los sueños y
las palabras volaban en parvadas.

Siendo niño fui rey de este reino,
un ejército de libros marchaba al paso de mi fantasía,
la risa era mi doncella, el llanto mi cómplice
y la ira mi enemiga.

Siendo niño logré la paz de mi reino,
la única prisión fue el aburrimiento,
jugar era el derecho perpetuo,
e inventar,  el oficio más respetado.
 
Siendo niño no pensaba que era niño,
por tanto no me comportaba como niño,
como esa quimera de nostálgicos adultos,
sino como gobernante de mi reino.

Siendo niño el tiempo era mi tesoro,
aborrecía el despilfarro de la pereza,
despreciaba la rutina compulsiva,
exiliaba a los tibios, a los áridos de ideas.

Siendo niño, imagine un reino…