miércoles, 16 de octubre de 2013

Las cosas que guardamos: arqueología de nuestros apegos


Decía el psicoanalista John Bowlby que los seres humanos nacemos programados para el apego, desde que salimos al mundo, utilizamos estrategias para demandar el cuidado de los demás. Balbuceo, sonrisas, gestos, constituyen técnicas coreográficas para fascinar a quienes pueden brindarnos sus brazos, su mirada y todo aquello que otro psicoanalista, Donald Winnicott, denominaba handling, esto es, toda la atención ofrecida a través de las manos: dar de comer, limpiar, vestir o mover. Conforme crecemos, vamos diversificando la orientación de nuestro apego, haciéndolo multi-sujetal-objetal, nos transformamos en un nodo interconectado a múltiples personas y objetos que sentimos como parte de nosotros mismos, como una promesa de experimentarnos completos y cuidados.
Siempre me han llamado la atención los vagabundos, los homeless, he tenido la oportunidad de dialogar con algunos de ellos e invitarles algo de comer. A uno en particular lo denominé El Metrobús, un hombre delgado, alto, con cabello y barba larga, con su cuerpo cubierto de una capa obscura, efecto de habitar en las calles y la total distancia con el agua, esta segunda piel era como un curriculum vitae, con sólo verla uno sabía lo que El Metrobús había hecho los últimos años. El solía recorrer los carriles restringidos para el transporte público en la calle más grande de la Ciudad de México, la Avenida de los Insurgentes. Su ruta abarcaba desde la zona de San Ángel hasta la Colonia del Valle, esto significa en esta ciudad que era un homeless que le gustaba la convivencia con las clases media y media alta. Viajando en camiones de esta ruta, me tocó varias veces escuchar que le avisaban por radio al conductor “indigente en el camino”, lo llamativo era que en lugar de pedirle que se retirara, el camión se salía del carril restringido para no detener el andar del otro Metrobús. En una ocasión, estando en un 7-Eleven apareció El Metrobús en el ventanal y con un juego de gestos me dijo que si le invitaba unas galletas, le dije que pasara y tomara las que quisiera, lo que provocó miradas de susto y desaprobación entre los presentes, él entró sin detenerse en protocolos y me dijo “me llevo dos”, tomó dos paquetes y se fue. Hace tiempo no lo veo, quizá chocó con otro Metrobús, cambio de ruta, se descarriló o cumplió su tiempo existencial. Lo cierto es que lo extraño, pues su ritmo, su apariencia y su desapego, creaban un contraste estético-ético, cruzaba libre de inhibiciones en medio de la vorágine ansiosa por el estatus y el reconocimiento.
El Metrobús es la persona más desapegada que he conocido, sólo era leal a su ruta y eso sólo de manera temporal. En general los humanos acumulamos objetos, ideas, costumbres, formas sociales, vínculos, papeles, en fin, hasta dioses coleccionamos. Las casas, las habitaciones, los automóviles, las oficinas y todo espacio personal y de permanencia, son como museos del apego, entramos  y podemos hacer un reconocimiento antropológico y arqueológico del lugar, un registro de los usos y costumbres de las personas y de las huellas de su historia individual y familiar.
Una vez me dijo un paciente: “No sé por qué guardo tanta madre”, es un uso de la lengua que en México se traduce como “No sé por qué guardo tantas cosas”. Le respondí con un dicho mexicano: “porque madre sólo hay una”. Esto es, todos nuestros apegos tienen su raíz en la primera relación, el vinculo madre-hij@ es la fuente del consumo. Cuando alguien necesita guardar “tanta madre [tantas cosas]”, es con el afán de reconstruir y revivir el primer amor, es la escenografía que cubre la ausencia, el teatro de nuestras faltas.
Uno puede  hacer una cartografía de sus apegos, analizando los objetos por los que tiene mayor aprecio. Desde aquella cobijita con la cual alguien fue cubierto del hospital a su casa cuando nació, hasta las novedades tecnológicas. Buscamos y conservamos cosas con la ilusión de que nos aporten serenidad y felicidad, les atribuimos un valor de “necesidad” como si fuesen un órgano del cuerpo y hacemos duelo cuando las perdemos o nos tenemos que deshacer de ellas. Hace algún tiempo decidí donar a la biblioteca de la universidad donde doy clases aproximadamente 400 libros con diferentes características, la razón, ya no tenía espacio, llegué al punto crítico de “ellos o yo” y opté por mí. Cuando los obsequié tuve que desapegarme no sólo de ellos sino de una vieja fantasía megalómana que me acompañaba desde la adolescencia: tener una biblioteca como la del escritor y filósofo Umberto Eco, la cual se compone de aproximadamente cien mil volúmenes. Con la donación perdí el 0.4% de mi sueño de juventud.  Esto es, la acumulación de cosas es narcisismo puro, nos extendemos por la realidad con la finalidad de apoderarnos de ella y poder afirmar: “eso también soy yo, ¿cómo ven?” o al contrario, citando al juglar del sentimiento nacional, Juan Gabriel: “No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar. Si así tú me quieres, te puedo querer. Pero si no puedes, ni modo que hacer”.
Es común tener una caja, un cajón o hasta una bodega de “cosas viejas”, es nuestra propia arqueología. Aunque las revisamos pocas veces en nuestra vida, las conservamos como si del oxígeno se tratara, en ellas hay algo que desde una perspectiva pragmática no sirve de nada, pero subjetivamente representan aquello de lo que no queremos o no podemos desprendernos, deshacerse de ellas sería como borrar las evidencias de un pasado que no solamente queremos poseer de manera tangible, sino que construimos la creencia de que las  heredaremos a nuestros descendientes y ellos las guardaran como un preciado tesoro. La realidad es que la mayor parte de los herederos, salvo que los objetos tengan un valor comercial real, se desprenden de toda esa arqueología, conservando solamente aquello que a su vez pueden historizar y simbolizar en su propia vida.
Así como los arqueólogos dividen la historia en “eras”, nuestros objetos son recuerdos de nuestras diferentes etapas de vida. Tenemos nuestro propia era cenozoica, es decir, de nuestros ancestros inmediatos al periodo cuaternario, donde inician nuestras edades antigua, media, moderna y contemporánea. Son vestigios de nuestro tránsito de homo sapiens a humanitas, aunque en algunos casos hay retornos al Cro-Magnon.
A ese arsenal de objetos inútiles lo denominamos “Mis Cosas”, si con doble mayúscula. Es la frontera intocable de nuestras sucursales yoicas, donde somos sin estar. Este concepto lo ampliamos a los sentimientos y pensamientos, cuando alguien quiere indagar o criticar alguno de estos contenidos, decimos “Te voy a pedir que no te metas en Mis Cosas“ ó “¿Qué te importa? Son Mis Cosas”.
En fin, esta es una oportunidad para hacer un inventario afectivo de Mis Cosas, quizá al valorarlas descubra que su posesión me ha significado perder los bienes más preciados: Ser, tiempo y espacio. Me veré en la encrucijada de elegir entre ser-en-mí o ser-en-ellas. Como decimos en México: “Ahí está la cosa” [traducido a lenguaje shakespeariano-castellanizado: Esa es la cuestión].
Espero que en otros países de habla castellana, la palabra “cosa” no tenga ninguna connotación vulgar, si es así, pido atentamente a la lectora o al lector que la traduzca al concepto “objeto”.






martes, 1 de octubre de 2013

Lo que nos transforma: Freire, Bollas, Jung, Lennon y mi abuela


Beethoven, Mozart y Chopin fueron como mis tíos, en casa de mis abuelos paternos se hablaba de ellos como si de parientes se tratara, al atardecer nos visitaban gracias a la invocación de mi abuela, quien se sentaba al piano e inundaba el entorno con sus notas, en su casa la música resonaba con una acústica propia de una  sala de conciertos, todo lugar era propicio para escuchar el estilo académico de mi abuela, la fuerza de mi tía o las titubeantes interpretaciones de aprendiz de mi hermano. Mi gran placer era ensoñar al ritmo de la música, tras frustrados intentos de aprender el arte del piano, decidí que por respeto a los grandes maestros y el bienestar de mi abuela, me limitaría a la apreciación. Agregué una nueva sazón a mi escucha, escudriñar los viejos libros o mejor aún, leer las historietas que mi papá y mis tíos leían de niños, que se conservaban espléndidamente por la pasión por el detalle de mi abuelo, quien mandó empastar en grupos de quince o veinte una gran cantidad de historietas: La pequeña Lulú, El pato Donald, Vidas ejemplares, Vidas ilustres, Kalimán o Tesoro de cuentos clásicos.
De los tres músicos, Ludwig van, como lo denomina Alex DeLarge, narrador de La Naranja Mecánica, fue siempre mi predilecto, la pieza que he escuchado con mayor frecuencia en mi vida es el segundo movimiento  de su Sonata N.8. Uno de mis recuerdos más preciados de la niñez es un capítulo de Charlie Brown, donde el niño pianista, Schroeder, tras mostrar su indiferencia a los intentos seductores de Lucy y frente a un busto de Beethoven colocado sobre su pequeño piano, interpreta la mencionada pieza al tiempo que aparece en la pantalla un desfile de imágenes asociadas a la vida del compositor. Años después pasé numerosas tardes acompañado de un libro, una taza de café y mi hermano al piano, quien acariciaba el paisaje de valles blancos y orografía negra, recreaba el espíritu de Mozart, Bach, Chopin y claro, colapsaba mi corazón con la Sonata número ocho de Beethoven. Los recuerdos de esa época son mi representación del sosiego, cuando era cometa vagabundo en el universo de lo posible, fui lobo estepario y Raskonikov, corrí en busca del tiempo perdido, escapé del mundo feliz, bailé con Zorba y me adentré en las enseñanzas de Don Juan. Desde ese momento letras y música arrullan mi ansiedad, mi defensa es el repliegue subjetivo.
       Entre los tumultos y el ruido circundante, imagino mi solaz, me protejo de la barbarie para conservar lo excelso de la condición humana, pues sólo el dolor y la exaltación transforman, entre ellos gira incesantemente la ruleta de lo banal, que igual frustra, e igual gratifica, pero nunca transforma. 
       El maestro brasileño, Paulo Freire, sintetizó su pensamiento en la frase Educar para transformar, fuera de este objetivo la educación es un trámite vacío. En este sentido coincide con el psicoanalista Christopher Bollas, quien dedica una parte importante de su obra al tema de lo transformacional. Para este autor, el primer objeto transformacional es la madre, quien con su presencia y cuidado representa un objeto-ambiente, con el cual el bebé se puede vincular  y al mismo tiempo vivir en él, de ahí que posteriormente todo espacio físico remita a la madre y lo que dentro del mismo se haga o como se le decore será una proyección del hábitat materno internalizado. En su libro La sombra del objeto, Bollas explica: Aún no individualizada plenamente como otra, la  madre es experimentada como un proceso de transformación, y este aspecto de la existencia temprana pervive en ciertas formas de búsqueda de objeto en la vida adulta en que es requerido por su función de significante de transformación. Líneas adelante agrega: La memoria de esta temprana relación de objeto se manifiesta en la búsqueda, por parte de la persona, de un objeto (persona, lugar, suceso, ideología) que traiga la promesa de transformar el self. La madre ofrece al infante la experiencia de existir, en adelante ese crío humano conectará con todos aquellos estímulos, ideas, personas y objetos que contengan alguna oferta transformacional. El curioso es aquél con una mayor avidez por la transformación, del otro lado está el aburrido, quien por sus experiencias tempranas se siente incapaz de autoabastecerse de recursos transformacionales y espera pasivamente la luz de la providencia objetal.  
       Desde una lectura arquetipal, la transformación se representa con la figura del mago, en su libro Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, Carl Jung afirma que el mago es como el Ánima, un demon inmortal, que ilumina con la luz del sentido las caóticas oscuridades de la vida pura y simple. Es el iluminador, el preceptor y maestro, un psicopompo (conductor de almas). El mago transforma, canaliza y cura. Sincroniza las contradicciones humanas,  así como  las fuerzas encontradas de la naturaleza. La mayor transformación, es la del Guerrero en Mago, cuando la fuerza física se transmuta en fuerza espiritual y la lucha terrenal pierde sentido frente a lo trascendental.
       El amor es un gran transformador, principalmente cuando se dirige a un otro humano, retomando algunas ideas freudianas, el amor es energía de conexión, el impulso tras las ligazones de las redes vinculares. La canción Love  de John Lennon compendia con un mensaje simple el potencial transformador del amor:   

El amor es realidad.
La realidad es amor.
El amor es sentir,
sentir el amor.
El amor es querer,
querer ser amado.

El amor es tocar.
Tocar es amor.
El amor es alcanzar,
alcanzar el amor.
El amor es pedir,
pedir ser amado.

El amor eres tú,
tú y yo.
El amor es saber
que podemos ser amados.

El amor es libertad.
La libertad es amor.
El amor es vivir,
vivir el amor.
El amor es necesitar,
necesitar ser amado.

        En un tránsito que va de la realidad y lo tangible, Lennon nos lleva en un instante a la inescrutable libertad y la vida. Esto es porque el amor es la abstracción más concreta que tenemos, es inexplicable pero, como decía el buen Galileo: Sin embargo, se mueve. Es metafísica sentiente.  
       Una tarde en que soplaba un fuerte viento, mi abuela nos llamó a mis hermanos y a mí frente al ventanal de su habitación y nos dijo: miren, los árboles están bailando. Esa visión me transformó, mi abuela hizo magia, desde ese día observar al viento surcar entre los árboles es para mí una representación de una danza, es una celebración animista, un ritual de transformación otoñal, donde mis hojas se desprenden para dar lugar a nueva vida, a los brotes de mi devenir.