Decía el
psicoanalista John Bowlby que los seres humanos nacemos programados para el
apego, desde que salimos al mundo, utilizamos estrategias para demandar el
cuidado de los demás. Balbuceo, sonrisas, gestos, constituyen técnicas
coreográficas para fascinar a quienes pueden brindarnos sus brazos, su mirada y
todo aquello que otro psicoanalista, Donald Winnicott, denominaba handling, esto es, toda la atención
ofrecida a través de las manos: dar de comer, limpiar, vestir o mover. Conforme
crecemos, vamos diversificando la orientación de nuestro apego, haciéndolo
multi-sujetal-objetal, nos transformamos en un nodo interconectado a múltiples
personas y objetos que sentimos como parte de nosotros mismos, como una promesa
de experimentarnos completos y cuidados.
Siempre me han llamado
la atención los vagabundos, los homeless,
he tenido la oportunidad de dialogar con algunos de ellos e invitarles algo de
comer. A uno en particular lo denominé El
Metrobús, un hombre delgado, alto, con cabello y barba larga, con su cuerpo
cubierto de una capa obscura, efecto de habitar en las calles y la total
distancia con el agua, esta segunda piel era como un curriculum vitae, con sólo verla uno sabía lo que El Metrobús había hecho los últimos
años. El solía recorrer los carriles restringidos para el transporte público en
la calle más grande de la Ciudad de México, la Avenida de los Insurgentes. Su
ruta abarcaba desde la zona de San Ángel hasta la Colonia del Valle, esto significa
en esta ciudad que era un homeless
que le gustaba la convivencia con las clases media y media alta. Viajando en
camiones de esta ruta, me tocó varias veces escuchar que le avisaban por radio
al conductor “indigente en el camino”, lo llamativo era que en lugar de pedirle
que se retirara, el camión se salía del carril restringido para no detener el
andar del otro Metrobús. En una
ocasión, estando en un 7-Eleven
apareció El Metrobús en el ventanal y
con un juego de gestos me dijo que si le invitaba unas galletas, le dije que
pasara y tomara las que quisiera, lo que provocó miradas de susto y
desaprobación entre los presentes, él entró sin detenerse en protocolos y me
dijo “me llevo dos”, tomó dos paquetes y se fue. Hace tiempo no lo veo, quizá
chocó con otro Metrobús, cambio de
ruta, se descarriló o cumplió su tiempo existencial. Lo cierto es que lo
extraño, pues su ritmo, su apariencia y su desapego, creaban un contraste
estético-ético, cruzaba libre de inhibiciones en medio de la vorágine ansiosa
por el estatus y el reconocimiento.
El Metrobús
es la persona más desapegada que he conocido, sólo era leal a su ruta y eso
sólo de manera temporal. En general los humanos acumulamos objetos, ideas,
costumbres, formas sociales, vínculos, papeles, en fin, hasta dioses coleccionamos.
Las casas, las habitaciones, los automóviles, las oficinas y todo espacio
personal y de permanencia, son como museos del apego, entramos y podemos hacer un reconocimiento
antropológico y arqueológico del lugar, un registro de los usos y costumbres de
las personas y de las huellas de su historia individual y familiar.
Una vez me dijo un
paciente: “No sé por qué guardo tanta madre”, es un uso de la lengua que en
México se traduce como “No sé por qué guardo tantas cosas”. Le respondí con un
dicho mexicano: “porque madre sólo hay una”. Esto es, todos nuestros apegos
tienen su raíz en la primera relación, el vinculo madre-hij@ es la fuente del
consumo. Cuando alguien necesita guardar “tanta madre [tantas cosas]”, es con
el afán de reconstruir y revivir el primer amor, es la escenografía que cubre
la ausencia, el teatro de nuestras faltas.
Uno puede hacer una cartografía de sus apegos,
analizando los objetos por los que tiene mayor aprecio. Desde aquella cobijita
con la cual alguien fue cubierto del hospital a su casa cuando nació, hasta las
novedades tecnológicas. Buscamos y conservamos cosas con la ilusión de que nos
aporten serenidad y felicidad, les atribuimos un valor de “necesidad” como si
fuesen un órgano del cuerpo y hacemos duelo cuando las perdemos o nos tenemos
que deshacer de ellas. Hace algún tiempo decidí donar a la biblioteca de la
universidad donde doy clases aproximadamente 400 libros con diferentes
características, la razón, ya no tenía espacio, llegué al punto crítico de
“ellos o yo” y opté por mí. Cuando los obsequié tuve que desapegarme no sólo de
ellos sino de una vieja fantasía megalómana que me acompañaba desde la
adolescencia: tener una biblioteca como la del escritor y filósofo Umberto Eco,
la cual se compone de aproximadamente cien mil volúmenes. Con la donación perdí
el 0.4% de mi sueño de juventud. Esto
es, la acumulación de cosas es narcisismo puro, nos extendemos por la realidad
con la finalidad de apoderarnos de ella y poder afirmar: “eso también soy yo,
¿cómo ven?” o al contrario, citando al juglar del sentimiento nacional, Juan
Gabriel: “No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar.
Si así tú me quieres, te puedo querer. Pero si no puedes, ni modo que hacer”.
Es común tener una
caja, un cajón o hasta una bodega de “cosas viejas”, es nuestra propia
arqueología. Aunque las revisamos pocas veces en nuestra vida, las conservamos
como si del oxígeno se tratara, en ellas hay algo que desde una perspectiva
pragmática no sirve de nada, pero subjetivamente representan aquello de lo que
no queremos o no podemos desprendernos, deshacerse de ellas sería como borrar
las evidencias de un pasado que no solamente queremos poseer de manera
tangible, sino que construimos la creencia de que las heredaremos a nuestros descendientes y ellos las guardaran
como un preciado tesoro. La realidad es que la mayor parte de los herederos,
salvo que los objetos tengan un valor comercial real, se desprenden de toda esa
arqueología, conservando solamente aquello que a su vez pueden historizar y
simbolizar en su propia vida.
Así como los
arqueólogos dividen la historia en “eras”, nuestros objetos son recuerdos de
nuestras diferentes etapas de vida. Tenemos nuestro propia era cenozoica, es
decir, de nuestros ancestros inmediatos al periodo cuaternario, donde inician nuestras
edades antigua, media, moderna y contemporánea. Son vestigios de nuestro tránsito
de homo sapiens a humanitas, aunque en algunos casos hay retornos
al Cro-Magnon.
A ese arsenal de
objetos inútiles lo denominamos “Mis Cosas”, si con doble mayúscula. Es la
frontera intocable de nuestras sucursales yoicas, donde somos sin estar. Este
concepto lo ampliamos a los sentimientos y pensamientos, cuando alguien quiere
indagar o criticar alguno de estos contenidos, decimos “Te voy a pedir que no
te metas en Mis Cosas“ ó “¿Qué te importa? Son Mis Cosas”.
En fin, esta es una
oportunidad para hacer un inventario afectivo de Mis Cosas, quizá al valorarlas
descubra que su posesión me ha significado perder los bienes más preciados:
Ser, tiempo y espacio. Me veré en la encrucijada de elegir entre ser-en-mí o
ser-en-ellas. Como decimos en México: “Ahí está la cosa” [traducido a lenguaje
shakespeariano-castellanizado: Esa es la cuestión].
Espero que en otros
países de habla castellana, la palabra “cosa” no tenga ninguna connotación
vulgar, si es así, pido atentamente a la lectora o al lector que la traduzca al
concepto “objeto”.