De nuevo a
escena,
al
recurrente guión del quebranto,
donde si
gano te pierdo
y si pierdo
me increpas.
Tu afán por
la última palabra,
rivaliza con
tu mudo placer a ser doblegada.
Mi amor por
ti hunde sus raíces
en la tierra
media de tus arrebatos.
Continúo por
exceso de necedad,
deambular por tu amor oblicuo
es mi
itinerario para no llegar,
pues siempre
te encuentro ahí donde no estás.
En tu
constante evasión,
olvidas que
no se va el que huye sino el que no regresa.
Conserva la
última palabra,
mío será el
silencio.
La última
palabra, Juan Pablo Brand
La necesidad
de este libro se sustenta en la consideración siguiente: el discurso amoroso es
hoy de una extrema soledad.
El lenguaje
es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo.
Fragmentos
de un discurso amoroso, Roland
Barthes
Azarosamente,
como arriban a la vida muchas de las cosas más sublimes: un inesperado paisaje,
las notas de una música lejana, una sonrisa espontánea, la aparición de una
bella mujer; así, como resplandor
en una noche despejada, llegó a mis manos el libro Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, el cual
escribió tres años antes de unirse a la legión de maestros arrebatados al
tiempo por las fauces de la tecnología del transporte. Al igual que Antoni Gaudí
y recientemente Theo Angelopoulos, murió atropellado. Al igual que ellos murió
en su amada ciudad, circulando por la ruta de su deseo: Gaudí arrollado en
Barcelona por un tranvía cuando iba camino a rezar y confesarse, Angelopoulos empujado
por una motocicleta policiaca mientras filmaba una película en Atenas y Barthes
frente a la Sorbona en París lanzado por una furgoneta de lavandería.
Los
Fragmentos fueron un éxito editorial,
lo cual sorprendió al autor, cuya expectativa era que se venderían solamente
quinientos ejemplares. ¿Modestia del filósofo y semiólogo? Difícil sostenerlo,
al parecer, era reconocido por su egocentrismo. Quizá la hipótesis enarbolada
por algunos de que lo escribió como efecto de un rompimiento amoroso explica la
impresión de Barthes al descubrir que un dolor personalísimo era compartido por
tantos. El protagonista, o antagonista, según se le vea; es el amoroso, lejano
al perfil poetizado por Jaime
Sabines. Mientras el del chiapaneco no salva al amor y se va llorando la
hermosa vida, lo único que logra salvar el de Barthes es precisamente el amor y,
como Werther, prefiere morir antes que renunciar a la presencia amada.
Considerando
cierto el supuesto del rompimiento amoroso como detonante de los Fragmentos, sería congruente con la
definición de su amoroso, puesto que en 1977, Barthes tenía sesenta y dos
años, era mundialmente reconocido y aún así se entregaba a las cuitas de la
pasión amorosa.
Organizado
alfabéticamente, Fragmentos compila
el léxico del amoroso, cada entrada es tan lúcida, honesta y apasionada, que ameritaría un texto (¿metarelato?).
Acotando mi deseo, elegí la entrada de Hacer
una escena, como pretexto de este texto.
Inicio con la definición que da Barthes a la Palabra Escena en su Discurso amoroso: La figura apunta a toda “escena” (en el
sentido restringido del término) como intercambio de cuestionamientos
recíprocos. En el punto de
partida del libro, el autor nos explica su concepto de figura. Retoma la etimología de la palabra Dis-cursus, que significa la
acción de correr aquí y allá, son idas y venidas, “andanzas”, “intrigas”. El
enamorado no deja de correr, de emprender
nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino
por arrebatos del lenguaje… Se puede llamar a estos retazos de discurso
figuras. La palabra no debe entenderse en sentido retórico, sino más bien en
sentido gimnástico o coreográfico. Por tanto, la escena es una coreografía propia de la vida del
amoroso, la cual se representa, en palabras de Barthes: Cuando dos sujetos disputan de acuerdo con un intercambio regulado de
réplicas y con vistas a tener la “última palabra”, estos dos sujetos están ya casados: la escena es para ellos el
ejercicio de un derecho, la práctica de un lenguaje del que son copropietarios;
cada uno a su turno dice la escena,
lo que quiere decir: jamás tú sin mí,
y recíprocamente.
Para
Barthes, la Escena es como la Frase,
la cual una vez enunciada nada obliga a detenerla, puesto el núcleo las expansiones son infinitamente renovables.
Para permanecer en el contexto amoroso, tomemos un ejemplo de los Fragmentos: Hablar amorosamente es
desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Ahora
lectora, lector, intenta continuar la frase como gustes, si no estas de ánimo,
publícala en Facebook o Twitter y espera respuestas, si tampoco te convencen
estas opciones, sal a la calle, entra a un bar o sube a un transporte público y
compártela con alguien. O suma dos objetivos en una sola acción, llévala al
territorio amoroso, recítala a tu pareja e inicia una Escena. Cualquiera de los caminos, puede llevar a un tejido
incesante de lenguaje.
La
Escena es una estructura construida
por dos sujetos de la cual comparten los derechos de autoría, la figura es una joya semiótica. Cuando dos
personas, particularmente las parejas, han convivido por cierto tiempo, suelen
reproducir las mismas secuencias de lenguaje, acto y afecto. Hasta en las
situaciones más dramáticas, aparecen guiones establecidos. En una pareja donde
suele haber violencia, de antemano se espera que escenifiquen violencia; en una que discute por dinero, es
predecible que iniciarán una querella cuando surjan asuntos económicos; así
como aquella pareja que debate en una fiesta si bailarán o no, si en otras
ocasiones hemos visto que una de las partes convence a la otra de hacerlo, es
cuestión de tiempo, seguramente poco, para que veamos al par girando en la pista.
Para
Barthes, una vez iniciada la Escena,
sólo puede ser detenida por alguna
circunstancia exterior a su estructura, como la fatiga de las dos partes
(no basta la fatiga de uno), la llegada de un extraño o la sustitución brusca
de la agresión por el deseo, esto es, el tránsito al romance o al erotismo.
Agrega Barthes: A reserva de aprovechar
estos accidentes, ningún compañero tiene el poder de cortar una escena ¿De qué
medios podría disponer yo? ¿El silencio? No haría más que avivar la voluntad de
la escena; soy pues llevado a responder para enjugar, para suavizar. ¿El
razonamiento? Nadie es de un metal tan puro que deje al otro sin voz. ¿El
análisis de la propia escena? Pasar de la escena a la metaescena (dicho sea
de paso, este ejercicio es recurrente en la vida privada de l@s psicólog@s, psicoterapeutas y
psicoanalistas, en lugar de entrar con pasión a la escena, se ponen (nos
ponemos) a analizarla. Ejemplo: “¿Por qué será que siempre discutimos los lunes
en la noche?” o “Me hablas como a tu mamá y soy tu…”) no es nunca sino abrir otra escena. ¿La huida?... como el amor, la
escena es siempre recíproca. La escena es pues interminable, como el lenguaje.
Una
vez iniciada la escena, si no es interrumpida por las causas antes mencionadas,
tendrá que llegar a su destino: la última palabra. La escena por sí misma no
tiene ningún sentido, como dice Barthes ninguna
progresa hacia un esclarecimiento o una transformación. El sueño de los
participantes es lograr en cada ocasión tener la última palabra, enunciarla, concluir es dar un destino a todo lo que se ha dicho, es dominar, poseer,
dispensar, asestar el sentido; en el espacio de la palabra, lo que viene al
último ocupa un lugar soberano, guardado, de acuerdo con un privilegio
regulado, por los profesores, los presidentes, los jueces, los confesores. En
fin, la última palabra es poder, por
tanto, si se quiere evaluar la distribución del poder en una pareja, basta con
calcular la distribución de últimas
palabras que emite cada una de las partes. Pero la vía cuantitativa no es
contundente, resulta necesario incluir el factor cualitativo, esto es, quien
suele decir la última palabra en las
discusiones de temas de mayor alcance. Quizá numéricamente una de las partes
suma una gran cantidad de últimas
palabras, pero ninguna de verdadera relevancia.
Roland Barthes agrega otra salida de la Escena, la más subversiva, que es
reemplazar la última réplica por una pirueta incongruente. Para
ilustrarlo, cita una de las historias de la tradición del budismo
Zen: es lo que hizo ese maestro zen que,
por toda respuesta a la solemne pregunta: “¿Quién es Buda?”, se quitó las
sandalias, las puso sobre su cabeza y se fue: disolución impecable de la última
réplica, dominio del no-dominio.
Contar
con un repertorio de piruetas
incongruentes nos puede resultar útil para escapar de algunas Escenas, sin embargo, lo que aplica en
los caminos espirituales no necesariamente aplica en los terrenos de la pareja.
Si ante la pregunta de ella o él: “¿Dónde estabas?”, ustedes se quitan los
zapatos y los ponen sobre su cabeza, quizá terminen golpead@s por esos mismos
zapatos o internad@s en una clínica de adicciones o un hospital psiquiátrico. Gajes
de vivir en sociedades regidas por criterios de hipernormalidad.
Contraviniendo
la mítica expresión de Rimbaud Yo es otro,
para Barthes, el drama del amoroso es
todo lo contrario: es causa de convertirme en un sujeto, de no poder sustraerme
a serlo, que me vuelvo loco. Yo no soy
otro: es lo que compruebo con pavor. Estamos sujetos a nuestras Escenas, difícilmente podemos
modificarlas, forman parte de nuestros repertorios de pareja, si una de las
partes se desvía hacia el hartazgo de las Escenas,
la pareja se verá amenazada por una fuerte crisis, de la que posiblemente
solamente podrán emerger con la disolución de la pareja. Este final no
necesariamente es el peor, sobre todo cuando las Escenas implican daños para una de las partes, para las dos partes
o para terceros, como en los casos en que los hijos se ven implicados.
Terminaré
con puntos suspensivos, aunque decir la
última palabra es un privilegio de quien escribe, es de madrugada y mi ánimo
de empoderarme es casi nulo…