En la petrificación amorosa, la voz sería a la mirada
lo mismo que el trueno es al relámpago, el fragor que
sigue al
resplandor y lo refleja.
Paul-Laurent
Assoun. La mirada y la voz
I once had a girl, or should I say, she
once had me... Así es, Norwegian Wood, pero no cantada por The Beatles, que en sí misma es una de
mis canciones predilectas, sino por Priscilla Ahn, cuya espléndida voz suave es
el umbral hacia la constelación del ensueño. Desde su descubrimiento, no hace
mucho tiempo, la he obsequiado a mis oídos al menos cincuenta veces. Acompañada
por una copa de buen vino y envuelta por el viento vespertino de un sábado, se
acerca a la fórmula exacta del sosiego.
Estoy
convencido, si la muerte se me aparece cantando con la voz de Céline Dion, no
sentiré ni un roce de angustia, iré tras ella sin reparos y cuando me abandone
el último respiro me encontrarán con una sonrisa. Lo confieso, escuché por
primera vez la voz de la Dion cuando vi la película de Titanic en 1997, al momento de los créditos, la canción de My heart will go on, me hizo sentir
intensamente la muerte de Jack Dawson (Di Caprio) y retornó a mi mente la frase
de Rose DeWitt (Winslet): El corazón de
una mujer, es un profundo mar de secretos; la cual asocié con la voz de
Céline Dion y no con la mano de Winslet desempañando en un arrebato de placer
el cristal del automóvil que les sirvió lecho amoroso. Aunque grabada antes de
esa fecha, conocí su versión de The Power
of Love años después, quizá sea una de las canciones más cursis que se
hayan escrito, pero la letra es lo de menos cuando está cantada por la voz de
Céline. Tanta es su fuerza que borró completamente la versión original grabada
por Jeniffer Rush en 1984. Los matices, las tesituras, la fuerza, la dicción,
los silencios, en fin, la coloratura; son una marea de estímulos que arrastra
al precipicio de lo sublime. Y como toque final, I drove all night, la cual considero una de las interpretaciones
más logradas de la Dion, juega con la voz como si se tratara de arena, inicia
una vocalización y a la mitad la eleva, la baja, la regresa, sin que se noten
los saltos. Como dicen los doctos, no se percibe el passaggio. El esplendor lo alcanza en el minuto 2:58 de la versión oficial,
momento en el cual lo que significarían gritos para cualquiera otra cantante,
ella sube y suaviza la voz. Por supuesto, dejó en el olvido la versión original
cantada por Cyndi Lauper en 1988, pero hay que conceder que el video de Lauper
es un desplante de la extravagante sensualidad que tienen esas mujeres que
seducen con su insistencia por colocarse al margen del buen gusto, esto es, en
la antípoda estética de Céline Dion.
Whitney
Houston, particularmente su I will always
love you. De nuevo dejemos la letra a un lado, la canción es una Master class del uso del falsete. Pasa
de un registro a otro sin ninguna dificultad como si una voluntad superior
moviera su sistema fónico, logra el tono y el timbre deseados. Esta canción
acompaña la escena final de la película de El
guardaespaldas. La pieza me trae muy buenos recuerdos, sobre todo de una
persona que me fue muy querida, en este instante rememoro con una sonrisa como
fantaseaba toda una dramatización, en la cual llegaba a su fiesta de quince
años y a pesar de la oposición de sus padres, la sacaba a bailar con la
susodicha canción. Definitivamente cuando el dolor se hace memoria, tiene una
sazón de exquisita añoranza.
Me
dirijo ahora a territorios más inquietantes, al del Movimiento número IV del
disco de El Greco de Vangelis. La
voz, nada menos que de la diva catalana Montserrat Caballé. Desde hace muchos
años sufro, y lo digo con toda intención, de una fascinación por la vida y la
obra de El Greco. Hace como veinte años tuve un encuentro obsesivo con la obra
del escritor griego Nikos Kazantzakis, famoso por sus obras llevadas al cine: Alexis Zorba, el griego y La última tentación. Uno de sus libros
tocó las raíces de mis certezas como incipiente estudiante de psicología, su
autobiografía Carta al Greco, sus
batallas entre el comunismo y la mística cimbraron los pilares de mi sistema
axiológico. Extraño esa época, extraño la pasión con la que leía a Kazantzakis,
extraño los largos tiempos entumecido frente a los pocos cuadros del Greco en
el Museo Soumaya en la Ciudad de México. Cuando escucho el canto de este
Movimiento de la Caballé, tengo la
sensación de que lucho una batalla imposible, siento nostalgia de la
espiritualidad de mi niñez, pero basta con que concluya para repetirme que soy
un reo de mi subjetividad y que eso que una vez viví como Dios fue tan sólo la
seducción de mi grandiosidad infantil, en la cual podía jugar a ser el último
eslabón de un impensable universo.
Y
finalmente, Marie Friedriksson, del grupo sueco Roxette. El conteo de canciones de iTunes, me delata, la suma de
reproducciones de sólo tres canciones: Spending
my time; Crash, Boom, Bang y It must
have been love; alcanza las 878 reproducciones. ¿Esto se puede atribuir a
una fijación perversa con la voz de Friedriksson? Lo siento, pero es menos
interesante que eso. Es un hecho que las letras de Roxette son lo más
adolescente que se puede encontrar en la oferta musical en inglés de finales de
la década de los 80 y principios de los 90 del siglo XX. Basten un par de dosis
para corroborar el dicho:
-
Trato de llamarte pero no sé que
decirte. Dejo un beso en tu contestador automático. Oh, ayúdame por favor ¿Hay
alguien que me pueda hacer despertar de este sueño?
-
Porque cada vez que creo enamorarme
¡Crash! ¡Boom! ¡Bang!
Intento enamorarme pero entonces me estrello con una pared ¡Crash! ¡Boom! ¡Bang!
Esto
es, las canciones de Roxette me
trasladan al epicentro de mi adolescencia, en el cual mi mente narrativa y
dramática hasta la necedad, me llevó a inventarme historias amorosas tan exaltadas
que me creía el protagonista de grandes épicas románticas. En 1991, en Acapulco
pude ver a Roxette en vivo en un
Festival, y digo ver porque no cantaron ni tocaron, fue puro playback. Pero eso
no impidió que las siete horas que se hacían en ese momento por carretera de
regreso a la Ciudad de México, imaginara que la presencia de Roxette era una señal de que la chica
que me encantaba y estaba sentada a unos cuantos asientos de mí en el camión y
con quien había bailado toda una noche en la discoteca News; finalmente se acercaría y me cantaría: “Hola, tonto, te amo,
únete al viaje del placer”. Lo
cierto es que el trayecto concluyó con otra canción: “Debió ser amor, pero
terminó. Fue todo lo que quise y ahora vivo sin ello”.
Sucedió
que de esos desencantos nacieron mis primeras poesías, así que perdí el amor
pero gané la escritura. Así que escuchar las canciones de Roxette, es un rito de invocación a los orígenes, un peregrinaje
por las heridas entre las cuales florecieron las primeras letras.
Al respecto del enganche a las voces, afirma el psicoanalista Paul-Laurent Assoun en su libro Lecciones
psicoanalíticas sobre la mirada y la voz: Lo que escucha “cantar” es entonces
su objeto. Si la considera “melodiosa”, entonces es porque le presta las
virtudes de objeto que se “mira” en ella. No vacilemos en reconocer al “objeto
vocal” un valor de “fectiche”. Pero eso equivale a decir que el “objeto sonoro”
no es más que el signo de una “falta”: viene a encarnar, por lo tanto, algo que
se espera del otro, como si se aguardara sin cesar que eso hablara en el otro.
“Señal” de la falta y suplencia reparadora. Siguiendo la línea de estos
planteamientos, no me queda más que preguntarme: ¿Qué espero que sea cantado
por Priscilla, Céline, Whitney, Montserrat y Marie? ¿Qué falta me señalan sus
voces y cómo encuentro la suplencia a la misma? Si le doy crédito a mis
asociaciones nacidas en el trayecto de esta escritura, todo me indica una
inagotable búsqueda en sus voces de la revelación del misterio del amor femenino,
fuente de las vivencias numinosas y por tanto, origen de toda creatividad, toda
espiritualidad y todo enamoramiento. Pero también de lo ominoso, de la paranoia
y la melancolía. Su voz es la encrucijada entre la creación y la nada, la
posibilidad de ser otro sin desaparecer, es engranaje que permite ser amante y
amado. Sus voces de mujeres condensan lo bello y lo siniestro, son causa de mi
temor y temblor, pero también de toda la poesía que me habita.