martes, 19 de noviembre de 2013

Tú, sin más porqué,
tú, que bésame,
tú, me tienes de furriel
de un roto de tu piel.

Tú, como la cal
que húmeda es mortal,
tú, blanqueas mi razón
calando hasta el colchón,

Tú.

Tú, montada en mí.
Yo, montura hostil.
Tú, me abrazas con los pies
y yo lamo el arnés.

Tú, y sin ti yo no.
Tú, y sin ti ya no.
Tú, me has hecho dimitir
y hoy yo se dice así:

Tú.

Jose María Cano,


Y cuando todo acabó,
apareció el demonio.

Juan Pablo Brand


     En el erotismo YO me pierdo, afirma George Bataille, en este naufragio se puede llegar al Tú, como afirma José María Cano o extraviarse a perpetuidad en el Eso, en la trama insalvable del goce. Agrega Bataille, las posibilidades de sufrir son tanto mayores cuanto que sólo el sufrimiento revela la entera significación del ser amado. La posesión del ser amado no significa la muerte, antes al contrario; pero la muerte se encuentra en la búsqueda de esa posesión. Los lazos eróticos son el preludio de la muerte, nada hay tan cerca de la aniquilación que la fascinación por las danzas sexuales con un ser amado, se disparan los resortes de la posesión, laberinto sin salida, si se logra poseer al otro se descubre que el impulso de la obsesión está más allá de la persona, si no se le posee, emana una intensa ansiedad donde la fantasía arroja al ser amado de brazo en brazo.
     Cuando el Tú deja de ser una alternativa para convertirse en un imperativo, es cuando el YO, en toda su fragilidad, se pierde y queda a merced del amo. Lo verdaderamente dramático es que este lazo queda fuera de la jurisdicción de la llamada voluntad, simplemente sucede. Los segundos corren gritando Tú, lo cotidiano se derrite, el sentido se diluye, no hay más valor ni credo que Tú.
      Impregnados del romanticismo, nos apegamos a las narrativas del amor psicológico, ese que se piensa y crea imágenes maravillosas, el erotismo es otra cosa, sus anclas se enclavan en el cuerpo, en la química y física de los sentidos, es cuando en la piel quedan restos indelebles de la presencia de la persona, son los aromas saliendo al encuentro de manera inesperada, a mitad del día o taladrando la imaginación nocturna.
     Aún con su semblante siniestro, el Tú es quizá la mayor evidencia de que estamos vivos, es la conjunción más sublime del cuerpo y el espíritu, eclipse que desvanece todos los supuestos, prueba última de nuestro deseo. El erotismo conlleva vulnerabilidad, la escena íntima se sustenta en la confianza, es lanzarse desprotegido a la batalla del placer, donde todos ganan o todos pierden, el erotismo no es tibio ni excluyente.
     Como señala Bataille, el erotismo es transgresión, la rutina es para los gimnasios. Por eso cuando se encuentra a ese Tú que hace posible la transgresión, se crea un intenso vínculo de atracción. Sin embargo, cabe la pregunta ¿cuánto erotismo soportamos?, esto es, ¿de cuánta transgresión somos capaces? Esto no es una pregunta cualquiera, muchas personas amargan sus días fantaseando sobre los encantos de la transgresión, pero no necesariamente están dispuestas a saborear las hieles que acompañan al erotismo. El erotismo es incompatible con la estabilidad, su encanto es lo impredecible y debe terminar para escapar de lo normativo.
     Probablemente, cuando se delira con el Tú, la vida inflama cada recoveco del cuerpo, se rozan los bordes entre lo extremo y los estertores de la muerte, quien ha vivido los placeres del erotismo está condenado al exilio, no podrá sentirse jamás cómodo en los universos ordenados, inesperadamente lo atraparán los fantasmas de la reminiscencia, su corazón retumbará como alarma antisísmica y tendrá que huir para no morir.   







domingo, 10 de noviembre de 2013

Le mal du pays: Las adolescencias perdidas de Murakami


Para mis ya casi colegas: Daniela A.,
Daniela S., Eli, Jimena, Mariana y Rodrigo.

Por la nostalgia que sentirán
al recordar estos años.
En gratitud por tantas sonrisas.

Perdido estoy,
no encuentro mi camino,
veo una luz,
más no es el destino que la vida me ha trazado.

Confusión es lo que siento,
estoy en un jardín de rosas,
al tocarlas me doy cuenta
que espinas es lo que he cosechado
y no las flores que siempre soñé.

Sigo mi camino
y encuentro un amor,
más sólo logro aumentar mi confusión,
continúo y encuentro una aventura
que a mi andar nada ayudó.

Al haber creído encontrar mi destino
me doy cuenta  que ese rumbo era un camino
donde sólo serpientes había.

Pero hoy he encontrado un nuevo recorrido,
en el que parece que hay una flor lejana
y lucho por alcanzarla,
más el miedo de cortarla y perderla pronto,
no me deja continuar.

¿Será éste el camino que siempre tuve en mis sueños,
donde la felicidad no acabaría y
nunca más me volvería a perder?


Juan Pablo Brand, Perdido (1991- 15 años)



      Los amores y dolores de la adolescencia son huellas indelebles, el compromiso afectivo de dicha etapa no tiene precedentes ni procedentes, es la edad del legítimo romanticismo. El poema que abre el texto lo escribí a los quince años, leerlo es un viaje a ese tiempo a una de esas tantas noches en que azotado por la confusión intentaba cercar con palabras el dolor que me desbordaba. Propenso al enamoramiento, transité la adolescencia con un dramatismo rayano en los terrenos del joven Werther. Quizá esto explique el impulso que siento hacia algunos libros de Murakami, Tokio Blues  lo leí escuchando una y otra vez la canción de Norwegian Wood de The Beatles, la cual da nombre al subtítulo de la novela. Seguí las tribulaciones de Toru Watanabé con una incesante compactación de pecho, esa legión de adolescentes que ven frente a sí la edad de veinte de años como una edad maldita, umbral que al cruzarse obliga a soltar la pasión adolescente para dedicarse a crecer hasta arribar a la muerte. En su nueva novela, Los años de peregrinación del chico sin color, Haruki Murakami repite la fórmula, un treintañero inicia un viaje de la memoria hasta sus años de adolescencia, con la intención de darle dirección al sinsentido. El ser similar no lo hace igual, es como cuando se viaja dos o más veces a la misma ciudad, nunca es la misma, nunca somos los mismos.
     Tsukuru Tazaki, cuyo nombre significa crear, llega a los treinta y seis años sin lograr curar la herida que le hizo su grupo de amigos de adolescencia cuando un día, teniendo veinte años y sin mediar ningún motivo le avisan que no le quieren volver a ver. Tras un periodo de profunda depresión donde le acompañó la ideación suicida, Tsukuru decide enfocar su existencia en su mayor placer, su carrera de ingeniero y particularmente su especialización en construcción de estaciones de trenes. A la exclusión le precedió la diferencia, el grupo estaba conformado por tres hombres y dos mujeres, los cuatro restantes se autodenominaban con colores:  Aka (rojo) Ao (azul), Shiro (blanco) y Kuro (negro). Tsukuru era el chico sin color, concepto que introyectó como una cualidad ontológica: Supongo que, simplemente, no tengo nada que ofrecer a nadie. Bien pensado, ni siquiera tengo nada que ofrecerme a mi mismo. Lo cierto es que nuestro personaje sufre de los daños propios de la exclusión, mientras siente que su vida no tiene ninguna tonalidad, imagina la vida de sus amigos excluyentes, en una perpetua convivencia maravillosa, plena de comparsería y algarabía. Pero como también sucede en muchos casos, la versión del excluido no se corresponde con la de los excluyentes. En la búsqueda de sus amigas y amigos de la adolescencia, dieciséis años después de la separación, Tsukuru experimenta las recurrencias de los navegantes de Facebook, descubre que el paso del tiempo ha desdibujado a sus coloridos amigos, como aves que pierden su plumaje, las personas se enrolan en  un estilo de vida el cual lentamente va dominando sus días, como le declara Aka a Tsukuru: Hubo una época en la que tuve unos amigos estupendos. Tú eras uno de ellos. Sin embargo, en algún momento de mi vida los perdí… Pero ya no hay vuelta para atrás. No se pueden devolver los productos una vez que has roto el precinto. No queda más remedio que seguir adelante.
Al igual que en Tokio Blues, una pieza musical acompaña a esta novela, es un fragmento de una de las suites de la serie Années de pèlerinage  de Franz Lizt, la cual se llama Le mal du pays que es una manera muy poética de nombrar a la Nostalgia y era una de las piezas que más disfrutaba interpretar al piano la trágica Shiro. Es una música excelsa, notas que parecen ir tras la alegría pero súbitamente algo las retiene e impregna de una profunda tristeza, como la nostalgia, que significa un dolor que regresa o quizá nunca se fue. En esto también hay riesgo, así como el determinismo de Aka, el estancamiento de Tsukuru puede atrapar en un destino insalvable: Es como si mi vida se hubiera detenido a los veinte años… A partir de este momento, el tiempo se volvió leve. Los años habían ido pasando en silencio, como brisa suave. No le habían dejado heridas ni penas, intensas emociones ni alegrías, y tampoco recuerdos memorables. Y ahora estaba a punto de entrar en la madurez.
La magia y el terror de las edades de la vida es que se van consumiendo mientras se les vive, no hay crédito ni mensualidades, lo que no se vivió, no se vivió. El dolor de Tsukuru deja de ser poco a poco un mal del pasado para convertirse en miedo al futuro, quien desea regresar es quien no ve horizontes.  
Murakami nos obsequia una joya, al mostrarnos los privilegios de crear sobre el ser creados, el no tener color es la posibilidad de ser todas las tonalidades y ninguna, la gente suele buscar obsesivamente su color, su identidad, pero la identidad es de esas cosas de la vida que cuando las alcanzas te pierdes.


domingo, 3 de noviembre de 2013

Nuestra otra vida, mi aprendizaje con MAD MEN


Recuento de una obsesión: cinco temporadas, sesenta y cinco capítulos, cincuenta y dos horas. Todo esto en dos semanas. Se dice que siempre hay la oportunidad para una primera vez, Mad Men lo ha sido para mí en lo que a series televisivas se refiere. Puede sonar ocioso pero no les engaño cuando afirmo que aprendí más en esas 52 horas que si hubiera cursado un diplomado o cualquier dispositivo de educación formal, además con la ventaja de poder distribuirlas al gusto mientras tuviera los recursos básicos: tiempo, computadora, audífonos y señal de internet. A lo anterior hay que agregar los beneficios en cuanto a costos, la renta mensual de Netflix cuesta aproximadamente 7.6 dólares por mes, un diplomado cuesta en promedio 1000 dólares. En fin, medido en costo-beneficio, Mad Men se lleva las palmas, el único excedente fueron esas horas de madrugada que tuve que invertir.
¿Qué aprendí con Mad Men? Sobre historia viva de los años sesenta del siglo XX en Estados Unidos, relaciones humanas, sistema empresarial, el origen de la publicidad como la conocemos en la actualidad, adicciones, sexualidad, género, comunicación, conflictos (de pareja, familiares, en el trabajo, sociales), en fin, la narrativa y los personajes están magistralmente estructurados. Dicen mi hermano y mi primo Fernando, que estudia un doctorado en letras, que las series televisivas han revolucionado las formas narrativas y le han ganado lugar a la literatura tradicional. Ahora puedo decir que tienen razón, mi experiencia con Mad Men ha sido como lo fue mi lectura de Los Miserables (Víctor Hugo), Crimen y Castigo (Dostoyevski) o Guerra y Paz (Tolstói), con esa intensa ansiedad por la espera del siguiente capítulo. La serie inició en 2007 y se ha anunciado su séptima temporada en 2014.
La serie abre varias líneas de análisis, pero me ha interesado una en particular, un aspecto tan obvio que parece no tener la mayor importancia, lo que he denominado “nuestra otra vida”. Nadie, absolutamente nadie, nos acompaña o puede acompañarnos en todos los instantes de nuestra vida, aún en las mayores dependencias, el pensamiento o los sueños se vuelven inaccesibles. Esto es, nadie tiene nuestra historia completa más que nosotros mismos, aunque estemos muy cercanos a una o varias personas no hay quien pueda saber todos nuestros actos, pensamientos, deseos o fantasías. Esto es lo maravilloso y siniestro de la vida humana, sólo podemos ser legítimamente narrados por nosotros mismos pero al morir todos esos recovecos históricos mueren con nosotros. Cobran particular interés los secretos y las complicidades, al paso del tiempo vamos entrelazando una biografía oculta de la que nadie es testigo en su totalidad, pero también vamos creando alianzas que se conservan aún en las mayores crisis, eso que se resguarda “entre nosotros”. Amores, vivencias o negocios están impregnados de esta complicidad donde quienes participaron acuerdan explícita o implícitamente guardar silencio y esto no sólo con el objetivo de cuidar una reputación, sino por la necesidad de sentirnos dueños de nuestras vidas, nuestros recuerdos y nuestra subjetividad.
En la serie Mad Men, Don Draper representa el arquetipo del sujeto misterioso, cuyo pasado está pleno de vacíos e inconsistencias. Lo que le da mayor fuerza es que estos espacios sin letra lo envuelven constantemente en un halo de dramatismo. Alrededor de él  se van tejiendo infinidad de historias donde predomina lo no dicho, lo oculto, lo que los griegos denominaban lo obsceno, esto es, aquello que está atrás de la escena que es esencial para su desarrollo pero no debe ser mostrado. El desfile de personajes maravillosos de Mad Men que van desde los niños hasta los ancianos, nos muestra que siempre que estamos con otra persona, hay paralelamente esa otra vida.
Apasionantes e inquietantes son las raíces de lo que decidimos mantener oculto y lo que hacemos para lograrlo, representan soplos de libertad, la emancipación de toda forma de vasallaje. Desde el niño que guarda un secreto hasta el torturado que no delata a sus compañeros, la “otra vida” es el espacio de nuestra autenticidad. Esto no está libre de conflictos, para muchas personas reservarse ciertos aspectos de su historia les resulta muy complicado, en la tradición católica se instauró el dispositivo de la confesión, precisamente por el poder del binomio secreto-autonomía, bajo el argumento de “que aunque no lo confieses, Dios sabe lo que has hecho, pero si lo confiesas igual y eres beneficiario de su misericordia”, la educación católica condiciona para la culpa y la delación.  
Guardar secretos, la confidencialidad es un acto subversivo en la actualidad, en general, las personas ya no acuden a los confesionarios pero cumplen sus actos de contrición en las redes sociales. Es por eso que el personaje de Don Draper, más allá de su atractivo físico y talento, tiene tanto impacto, su capacidad de discreción es casi sobrehumana, por experiencia propia sabe que lo más importante es lo que sucede en este momento y que en el instante no necesariamente optamos por las decisiones más sabias, pero estas decisiones tejen historias y las personas estamos obsesionadas por dicho tejido, así que tenemos la tendencia a buscar  la relación causa-efecto, aún con los riesgos que esto implica. Conocemos a una persona y queremos saber de donde viene, quien ha sido, cuales son sus vínculos, a qué se dedica, y mientras más claro sea todo esto, nos sentimos más tranquilos con respecto a esa persona. Pero esto es pura ficción, puesto que todos tenemos esa “otra vida” que reservamos y ocultamos tras la retórica acerca de lo que “realmente somos”.
Las resacas contra la reserva son el chisme y el rumor, que nacen de la inquietud por el secretismo, nuestro cerebro es narrativo, de ahí nuestra tendencia al cierre de historias y cuando no tenemos explicación le agregamos lo que creemos, lo que imaginamos o sospechamos, casi siempre con la peor de las versiones. Aunque todos tenemos nuestro acervo personal de indecibles, partimos del supuesto de que quien pondera su información personal seguramente ha hecho algo vergonzoso o ilegal. También ecualizamos la confianza a la ausencia de secretos, en una relación íntima esperamos que no haya secretos, lo cual no solamente es imposible, sino que es poco operativo. Dejemos de lado los actos, imagínense diciéndole a su pareja absolutamente todas sus fantasías, si fuera así no habría parejas. Se aplica también con amigas y amigos, nos sentimos excluidos si se guardan alguna información personal, lo experimentamos como una pérdida de valía en la vida de dicha persona.
La confianza no tendría que estar sostenida en la información, además los datos pueden ser manipulados u omitidos parcial o totalmente, la confianza es un acuerdo de convivencia entre dos o más personas  donde se asume que cada una de las partes se cuidará de no causar daño a las otras. Si es una pareja, se acordarán los derechos y los límites en la relación, en un vínculo profesional habrá colaboración, confidencialidad y ética, en fin, quizá la lealtad y la confianza son compañeras inseparables. Cada vínculo tiene su historia y por tanto sus secretos, conservarlos es mantener el brillo que esa relación tuvo o tiene, según sea el caso. Desear saber todo sobre otro es buscar su posesión, es una expectativa de fusión.
Mientras escribo estas líneas hago búsquedas musicales en YouTube, la nube creada por los algoritmos me trajo vientos con el tema principal de la película El Padrino (The Godfather) y con la música retornó a mi memoria una frase clásica de Don Vito Corleone, representado espléndidamente por Marlon Brando: Cada hombre tiene su propio destino. Así sea.