Tras diez días de estar juntos, ayer por la mañana
llevé a mi hijo con su mamá, sus vacaciones y la baja en la actividad de mi
consultorio, nos permitieron compartir gran parte de esta última semana y
media. La despedida constituyó un duelo sucinto, nos abrazamos, nos
re-abrazamos, nos abrazamos de nuevo… Le dije que pronto nos veríamos, lo cual
no le sirvió de nada a él y tampoco a mí, las promesas y las expectativas son
placebos inútiles cuando sientes esa intensa compresión en el pecho, la cual
sólo se libera con el paso del tiempo o escribiendo líneas como éstas.
Previendo los señalamientos moral-reduccionistas con respecto a
los efectos nocivos de los divorcios, debo aclarar que en ningún momento del día sentí
añoranza del pasado y mi hijo tampoco desea volver a los años previos, puesto
que los cambios han traído personas a su vida a las cuales quiere profundamente
y en otras circunstancias jamás las hubiera conocido. Aclarado el punto,
continúo.
Esta congoja que sentimos es producto de la
inevitabilidad de estas pequeñas despedidas, mucho se habla de las grandes
despedidas, sobre todo en los procesos de muerte, sin embargo, cada día decimos
adiós a las personas, a las vivencias, a las cosas y al tiempo mismo. Son
dolores fulgurantes, lapsos de ensimismamiento, en los cuales deseamos el
siguiente encuentro pero con la certeza de lo dejado en el camino.
Crecí en un conjunto cerrado de seis casas, las circunstancias
llevaron a que nos congregáramos familias nucleares con amplias familias extensas,
lo que hizo del patio del lugar un espacio de permanente encuentro. Teniendo
aproximadamente veinte años, me di a la tarea de hacer una lista de los
visitantes que habían circulado a través de los años, llegué al número seiscientos
y desistí, porque cada nombre me traía otros nuevos. Quizá el total pudo haber
alcanzado los ochocientos, tan sólo de familiares y amigos. Por otro lado,
estudié en escuelas muy grandes, a manera de ejemplo, la generación de mi
primer año de educación media superior estaba conformada por dieciséis grupos
de aproximadamente cincuenta estudiantes cada uno. A lo anterior debo sumar a
todas las personas conocidas en mis quince años de práctica psicoterapéutica y trece
de docencia, así como otros grupos grandes de referencia a los que he
pertenecido. Sin contar con una cifra exacta, calculo que mis vínculos de
convivencia, sin considerar los encuentros únicos, han sumado hasta este
momento aproximadamente 5,000 personas. Aún así, no me siento especialmente socializador,
en comparación con personas que dedican buena parte de su tiempo a estos
menesteres. En promedio he conocido 128 personas por cada año de mi vida. Si
bien no tengo en estos momentos el impulso a realizar un conteo de las personas
con las que actualmente conservo un vínculo directo, es posible que se acerque
al 10% de ese total, esto es, 500 personas. La conclusión de toda esta
numeralia es la afirmación de que de alguna manera me he despedido de 4,500
personas a través de mi vida. De muchas sin mayor impacto, pero de una buena cantidad
con una dosis de malestar que va de ligera a muy alta.
Lo impresionante de esto es la flexibilidad de
nuestro psiquismo, el cual nos permite agregar y desagregar vínculos sin que
nuestro equilibrio mental se desestabilice a cada momento. Simultáneamente,
logramos lazos tan estrechos con ciertas personas, las cuales ocupan una buena
parte de nuestros afectos y tiempo. Pienso en las horas que podría pasar con mi
hijo y me parecen interminables, claro
que habría que preguntarle a él su opinión al respecto. Es con esta categoría
de personas con las que las pequeñas despedidas tienen una sabor más agridulce.
Siempre sentimos que fue un encuentro inconcluso, algo nos faltó decir o
expresar, retuvimos muchas de nuestras emociones, dejamos pendientes. Esa
sensación no necesariamente está sustentada en situaciones fácticas, sino son manifestación de
micro-duelos por la separación de esos seres, cuya presencia nos complementa y
afianza nuestra fuerza de gravedad con la vida.
Pero también sucede con las cosas. Compartiré una
vivencia, no pretendo hacer una denuncia de una herida añeja, sino solamente
utilizar la experiencia como ejemplo del apego que podemos lograr con algunos
objetos. Quizá mi juguete más querido de la niñez fue una réplica del Halcón
Milenario, la nave que utiliza Han Solo en la saga de Star Wars. Mi cariño me llevó a jugar incesantemente con él, pero
siempre con gran precaución. Esto permitió que al concluir esta etapa, la nave
pareciera recién sacada de su caja. Sin embargo, llegó la adolescencia y el
Halcón Milenario quedó resguardado varios años en una bodega bajo la escalera,
o al menos eso creía. En una ocasión que tuve el deseo de verlo y tocarlo de
nuevo, lo busqué por cada recoveco y no lo encontré, al preguntarle a mi madre,
ella respondió que se lo había regalado a un niño cuya familia tenía
dificultades económicas. La sensación se acercó a lo que acababa de vivir hacía
poco en esa época, cuando terminé la relación con una novia y caminaba de
regreso a mi casa. Algo muy querido me había sido arrebatado sin posibilidades
de retorno. Reproché mucho tiempo a mi madre. Así como imaginaba a mi ex –
novia besándose con otro, me representaba al niño jugando sonriente con mi
Halcón Milenario. De ese momento a la actualidad me he vuelto más desapegado,
tanto con las novias como con las cosas. Así es la vida.
No sucede lo mismo con la reflexión, la lectura, la
escritura y el cine. Basta con tener un instante libre para dedicarlo a una de
estas actividades. Cada día requiero al menos un breve acercamiento a cada una
de ellas. Son como un jardín, el cual tengo que regar, podar y abonar
constantemente. En cada ocasión en que concluyo un libro, un escrito o una
película, mi vientre se contrae como si me encontrara frente a un ser querido irremediablemente
perdido.
Son las etapas de la vida sazonadas con la
personalidad, en mi primera etapa buscaba entretenerme, luego fui tras la
seguridad y posteriormente por la pertenencia. Pareciera que voy escalando la
famosa pirámide de Maslow en ruta hacia la autorrealización, no sé si en estos
momentos podría resumir así mis objetivos, tan sólo puedo afirmar que por mucho
tiempo mi obsesión fue comprender, ahora voy entrelazando el entendimiento con
la aceptación. Se dice que es de sabios cambiar, considero que hay más
sabiduría en aceptar lo que no se puede cambiar, dejar atrás esas batallas de
los psico-eficientistas, para concentrarse en aceptar los propios límites, los
de los otros y a partir de ahí proponerse cambios no con el objetivo de ser
mejor, sino de conectar lo más posible con este inexplicable fenómeno llamado
vida.