sábado, 21 de mayo de 2011

Sincronicidad



Vienes caminando y no sabes tu destino,
conquistando sueños, sueñas llegar a ser deidad.
Sigues caminando sobre viejos territorios,
invocando fuerzas que jamás entenderás.

Y vienes desde allá, donde no sale el sol,
donde no hay calor.
Donde la sangre nunca se sacrificó por un amor.
 Pero aquí, no es así.

Saúl Hernández (Caifanes)

Sincronicidad, concepto límite, abstracto y complejo. Se le ha querido erradicar desacreditando a Carl Jung, su forjador. Son las pretensiones de  los todo-interpretadores que utilizan su posicionamiento como sujetos de supuesto saber para desacreditar obras atribuyéndolas a psicopatologías (como si ellos estuvieran libres de las obscuridades de la psique), sin darse cuenta que si bien los síntomas son indicadores de un tipo de personalidad, también lo son las resoluciones y creaciones emanadas de ellos.
La descalificación inició con el propio Sigmund Freud, con quien Carl Jung tuvo una relación estrecha, intensa y sumamente ambivalente. En varias ocasiones Freud cayó desmayado frente a Jung, lo cual el padre del psicoanálisis interpretaba como una reacción a los deseos inconscientes de Jung por asesinarlo. Herr Professor, tenía grandes esperanzas puestas en él, por constituir una puerta de salida hacia el mundo cristiano y suizo, pues hasta ese momento el psicoanálisis se había circunscrito al campo médico judío. Por otro lado, extender su influencia al país de la cruz blanca implicaba enlazar al psicoanálisis con la meca de la psiquiatría de ese momento, Burghölzli, el Hospital Psiquiátrico de la Universidad de Zúrich, dirigido por el flamante Eugen Bleuler, autor del concepto de esquizofrenia y de los criterios para su diagnóstico, las famosas “Cuatro Aes de Bleuler”:  Asociaciones laxas del pensamiento, Afectividad aplanada, Ambivalencia y Autismo.
Cuenta Jung que en una ocasión en la cual Freud lo reprendía por dejarse inundar por “la negra marea del fango del ocultismo”, él experimentó una sensación ardiente en el diafragma la cual se acompañó de un fuerte crujido proveniente de la estantería de libros de Freud. El suizo sugirió que era un ejemplo de “exteriorización catalítica” a lo cual el interlocutor respondió diciendo: “Pura necedad”, ante lo cual el rebelde Carl anunció un segundo crujido el cual resonó inmediatamente después, dejando en total desconcierto al escéptico psicoanalista.
La relación fue menguando, hasta un punto de no retorno. Tras el rompimiento, Freud celebró: “Por fin nos hemos librado del brutal y beato Jung”, mientras el citado pasó varios años tambaleándose sobre la locura, lo cual despierta suspicacias sobre su obra por parte de “los normales”. Sin embargo, tras este periodo de su vida realizó aportaciones tan sólidas que permanecen vigentes hasta nuestros días.
Una de estas contribuciones fue la sincronicidad, que no planteó en solitario, no es un delirio como muchos quisieran pensar para no contaminar su mente racionalista. El libro donde sustenta este concepto lo escribió junto con Wolfgang Pauli, físico cuántico que propuso el principio de exclusión y cercanísimo amigo de Heisenberg, padre de la mecánica cuántica, quien acuñó el principio de incertidumbre, indispensable para entender la ciencia y el pensamiento de nuestros días.
Jung define la sincronicidad como “el acontecimiento simultáneo de un cierto estado psíquico con uno o más sucesos externos que aparecen como paralelas significativas en el estado subjetivo momentáneo- y viceversa en algunos casos”. Por tanto, implica dos factores:
a)    Una imagen inconsciente entra dentro de la conciencia sea de forma directa o indirecta (simbólica o sugerida) a modo de sueño, idea o premonición.
b)    Una situación objetiva coincide con ese contenido.

Esta coincidencia de una formación de nuestra psique con un evento externo, está contenida en muchas narraciones tanto de los pacientes en los consultorios como de infinidad de conversaciones de sobremesa. Las personas pueden asentir o renegar ante estas anécdotas, las cuales se aceptan o se rechazan, pero en realidad pocas veces se discute a fondo sobre ellas, quedando exclusivamente en el territorio de la fe.
David Peat en su libro Sincronicidad, nos propone un recorrido a través de la evolución, intentando explicar nuestro exilio de la sincronicidad para quedar atrapados en la causalidad. Conciencia y tiempo se enlazan circunscribiendo nuestra experiencia existencial. Para el autor, la conciencia es producto de la indivisibilidad de la mente y el cerebro, “la conciencia no se puede reducir  de ningún modo absoluto a los funcionamientos físicos del cerebro, ni se puede decir que estos procesos materiales estén totalmente condicionados por la mente”.
En un principio, la conciencia humana “contenía el mundo entero”, esto es, no había una “conciencia de sí”. A consecuencia del reflejo del grupo de congéneres, se va constituyendo una “mente individual”, la cual primeramente se asume como parte de una tribu y posteriormente como una conciencia personal la cual integra una “identidad” a partir de recuerdos, costumbres, experiencias y predisposiciones. Surge el “sí mismo”, el cual “se agarra a lo cómodo y seguro, y evita todo lo doloroso, preocupante o que amenace la supervivencia”. Como resultado, el ser humano pierde el sentido del significado más profundo de la naturaleza.
Sostenido en esta conciencia, el humano empieza a intentar sistematizar y dominar la naturaleza, incluyendo al tiempo, control que llega a su exacerbación con la obra de Newton, quien ofreció argumentos para pensar que hubo un creador que impulsó el movimiento inaugural del tiempo, echando a andar una maquinaria la cual caminará  incesantemente hasta “el fin de los tiempo”. Es el tiempo absoluto.
Para nuestra fortuna, trescientos años después apareció Einstein, ese personaje cuidadosamente despeinado, defensor de la relatividad, quien sustentó que la velocidad del tiempo es afectada por la presencia de la materia y la energía. Al ser el humano un conjunto de materia y energía, su presencia modifica el paso del tiempo.
Pero a pesar de las buenas intenciones de Albert, Newton conservó su lugar privilegiado. Las ideas del físico de la relatividad pueden hasta resultar peligrosas para el buen funcionamiento de nuestra sociedad moderna. Imaginen nada más horarios laborales relativos, un burócrata replicando que se retiró porque su materia y energía agilizó el movimiento del reloj. Aunque hay que aceptar que en México somos einstenianos, en nuestro país el tiempo es tan relativo como las buenas intenciones.
El distanciamiento con la armonía de la naturaleza seguida de la planificación, el control y las primeras tecnologías, llevó  a los humanos a identificarse con el tiempo lineal de sucesiones del pasado hacia el futuro, es decir, con el  progreso, dejando atrás la vivencia del “ser” para guiarse por la idea del “llegar a ser”, así, “los individuos ya no se relacionan según ciclos, rituales y movimientos complejos de la naturaleza, sociedad y conciencia, sino que están atados a un orden más bien mecánico del tiempo, la ‘corriente que siempre fluye’, que lo arrastra todo en su camino”.
La identificación del “sí mismo” con estructuras fijas y con el orden sucesivo del “llegar a ser”, lo impulsa a creer que es la única fuente de creatividad. El “sí mismo”  construye una imagen de lo eterno que se esfuerza por alcanzar, se absolutiza y dirige todas sus energías  para sostener la imagen que ha producido. El ruido del “si mismo”, el estruendo de su fantasía, distorsiona todo conocimiento de zonas más sutiles de su conciencia. En adelante todo será antes-después, causa-efecto, por tanto, cuando este “si mismo” tiene encuentros inesperados, impredecibles,  frente a una obra de arte, la naturaleza u otra persona, puede sentirse muy afectada y sentir que toca o es tocado por algo fuera de sí, respondiendo casi siempre con la huída por el temor a la disolución de los órdenes fijos, del fin provisional del tiempo y a la pérdida de mismimidad. De ahí que se excluya voluntariamente de la experiencia de la sincronicidad y por tanto de la creatividad misma, prefiriendo las ensoñaciones lineales del “llegar a ser” sobre la instantaneidad del “ser”.
Para Jung, los fenómenos sincrónicos se asocian a los arquetipos, esos “psicoides”, presencia irrepresentable de nuestra psique, cuyo planteamiento significó una de las grandes controversias con Freud, quien proponía un inconsciente individual cuyas pulsiones debían reprimirse para lograr la cultura, mientras para Jung el inconsciente tenía una dimensión colectiva y creativa. Así, la posesión de significado y su relación con una activación de energía dentro de la psique es la naturaleza propia de la sincronicidad, “es como si la formación de patrones dentro del inconsciente fuese acompañada de patrones físicos en el mundo exterior”. Cuando los patrones psíquicos están por alcanzar la conciencia, la sincronicidad llega a su punto álgido y desaparecen cuando el individuo se da cuenta de una nueva alineación de fuerzas dentro de su personalidad. Es por esto, que las sincronicidades suelen relacionarse con periodos de transformación, es decir, periodos donde una crisis psíquica intensifica la energía estableciendo lazos con el mundo externo.
En este planteamiento el observador se desdibuja siendo sustituido por el participante, como dice el físico John Wheeler, “de este modo hemos llegado a darnos cuenta de que el universo es un universo de participación”. El participante es quien puede convivir simultáneamente con la causalidad y la sincronicidad, puede crearse y dejarse crear, entregado a los actos de creación en el tiempo.
Como mencioné en las primeras líneas, la sincronicidad es un concepto límite el cual confronta nuestros pilares lógicos, quizá como muchas otras circunstancias de la vida, no es necesario entenderla sino aceptarla. Quien ha vivido una fuerte crisis y se ha transformado, se ha enamorado profundamente, ha creado algo o ha sintonizado con significados de la naturaleza asimilará mejor la sincronicidad. Los arquetipos son una probabilidad psíquica, son modelos que existen desde el surgimiento de nuestra especie, los cuales uno puede reconocer dejándose transformar por ellos o simplemente negarlos sosteniéndose sobre su “sí mismo”.
Respeto profundamente lo misterioso y considero que la sincronicidad se encuentra dentro de este rubro. No la confirmo ni la niego, la conservo como probabilidad.




sábado, 14 de mayo de 2011

Atisbos psicoanalíticos a los siete pecados capitales: Envidia


Presentación
        Con esta publicación se clausura la serie sobre los pecados capitales. Dejar al final la envidia no fue una decisión azarosa, pues constituye quizá el “mayor pecado” de nuestra época, el sistema socioeconómico en que vivimos se vitaliza por la envidia, sin ella, la publicidad nada sería.
         Reflexionar sobre la envidia es cuestionarnos nuestros deseos más profundos, lo más obscuro de nuestra subjetividad. Como psicoanalista, he sido testigo de cómo los pacientes regularmente se reservan dos temáticas durante sus sesiones: la cantidad de dinero que ganan o tienen y la sus envidias. Hemos acuñado el concepto “envidia de la buena”, sin la intención  de ofender, he de informarles que eso no existe, la envidia siempre es envidia, sólo varía en intensidad, no es lo mismo pensar “esa casa debería ser mía” a intentar asesinar al dueño para apoderarse de ella.
         A esta entrada le precedieron las de soberbia, gula, avaricia, ira, lujuria y pereza. Para leer la presentación general a la serie pueden seguir este link:




Envidia

El Adán se unió a Eva, su mujer, la cual quedó embarazada y dio a luz a Caín. Entonces dijo: “Gracias a Yavé me conseguí un hijo”. Después dio a luz a Abel, el hermano de Caín. Abel fue pastor de ovejas, mientras que Caín labraba la tierra. Pasado algún tiempo, Caín presentó a Yavé una ofrenda de los frutos de la tierra. También Abel le hizo una ofrenda, sacrificando los primeros nacidos de sus rebaños y quemando su grasa. A Yavé le agradó Abel y su ofrenda, mientras que le desagradó Caín y la suya. Caín se enojó sobremanera y andaba cabizbajo. Yavé le dijo: “¿Por qué andas enojado y con la cabeza baja? Si obras bien, andarás con la cabeza levantada. En cambio, si obras mal, el pecado está a las puertas como fiera al acecho: ¡tú debes dominarlo!”. Caín dijo después a su hermano Abel: “Vamos al campo”. Y cuando estaban en el campo, Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató (Génesis, 4, 1-8). Tres de los siete pecados capitales se dirigen al otro: envidia, ira y lujuria. De estos, los que llevan implícitos el odio y el deseo de destruir, se inauguran en la traición judeo-cristiana con la relación entre Caín y Abel, esto es, en un vínculo entre hermanos. Acaso las emociones más intensas se detonan por la presencia de los seres similares más allegados, por tanto, la mayor amenaza también la representan estos mismos. Bien conocido nos resulta el descontento de muchas hijas y muchos hijos frente al nacimiento de sus hermanas o hermanos. Especialmente los mayores, quienes pudiendo haber tenido la oportunidad de no competir por la mirada y el amor de sus padres, la pierden al aparecer otros cuartos, quintos o sextos en escena. Por lo mismo, tampoco es poco frecuente que los primogénitos absorban más de la savia de sus padres que los menores. Muchos ejemplos históricos muestran como los personajes conservadores regularmente ocupan los primeros puestos en sus familias, mientras los revolucionarios se posicionan entre los menores. No por esto hay que apresurar conclusiones simplistas, la envidia puede ser multidireccional y en tiempos donde el orden familiar es tan diverso, tenemos que considerar otras posibilidades como la relación entre medios hermanos.
En la sexta nota a pie de página de su texto Envidia y Gratitud, Melanie Klein agradece a Jaques Elliot por señalarle el origen de la palabra envidia, la cual deriva de la voz latina invidia que a su vez proviene del verbo invideo, esto es: “mirar maliciosa o rencorosamente dentro de, dirigir una mirada maligna sobre”. La vista y el oído son sentidos de distancia, no requieren de contacto, de ahí su poder de percibir sin que necesariamente el otro se percate de ello. Salvo en casos de ceguera, la vista predomina en la constitución de nuestra dimensión imaginaria. Podemos afirmar que la envidia se encuentra en este registro, no se envidia lo que es, se envida lo que parece, es el yo, con sus tendencias a fascinarse quien nos engaña con la fantasía de que existe gente “feliz” y “completa” confrontando nuestra representación de nosotros mismos como seres en falta.  Cuando alguien desafía nuestra imagen de nosotros mismos al grado de sentirla amenazada, entonces emana la envidia, el impulso a mirar obsesivamente a otro, ya sea para ambicionar sus placeres y posesiones  o para ser testigo de sus momentos de fracaso.
Epstein, en su libro Envidia, nos ofrece un dato curioso, los filósofos reconocidos que han escrito con mayor detalle sobre la envidia eran solteros: Kant, Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche.  Este último afirmaba que “un filósofo casado era un filósofo de pega”. Cada quien puede interpretar este dato como le resulte más conveniente. Lo importante de estos autores es su obra, y en el caso del presente escrito, su obra asociada a la envidia. Entre ellos, sobresale Schopenhauer, quien decía: “Como se sienten desdichados, los hombres no pueden soportar la visión de alguien a quien consideren feliz”. Para el filósofo, la envidia se intensifica frente a la capacidades innatas y el talento de los demás: una inteligencia extraordinaria, un don específico o la belleza. Si Schopenhauer estuviera entre nosotros y viera la cantidad de revistas, contenidos de televisión e internet que son consumidos en la actualidad, todos saturados de imágenes inspiradoras de envidia, muy probablemente nos percibiría como aficionados a la desdicha, ya que nos arrojamos voluntariamente a la fuente de la envidia.
Melanie Klein propone distinguir entre la envidia, los celos y la voracidad. La primera la conceptualiza como “el sentimiento enojoso contra otra persona que posee o goza de algo deseable, siendo el impulso envidioso el de quitárselo o dañarlo. Además la envidia implica la relación del sujeto con una sola persona y se remonta a la relación más temprana y exclusiva con la madre”. Por su parte, los celos “están basados sobre la envidia, pero comprenden una relación de por lo menos dos personas y conciernen principalmente al amor que el sujeto siente que le es debido y le ha sido quitado, o está en peligro de serlo, por su rival”. Finalmente la voracidad “es un deseo vehemente, impetuoso e insaciable y que excede lo que el sujeto necesita y lo que el objeto es capaz y está dispuesto a dar”.
En el maravilloso texto de Envidia y Gratitud, la Sra. Klein nos explica el origen de la envidia y la capacidad o incapacidad para la gratitud. Para la autora, los primeros meses de vida determinan gran parte de nuestra subjetividad, principalmente el vínculo temprano con la madre y su función nutricia. El pecho tiene un lugar protagónico, sea este real o simbólico (mamila). Klein nos explica como el bebé integra el pecho como parte de su yo, como una manera de sostenerse frente a la ansiedad de abandonar la vida intrauterina, logrando que “el niño, que antes estaba dentro de la madre, tiene ahora a la madre dentro de sí”. El juego de frustraciones y gratificaciones con el pecho, definirán la posibilidad del sujeto de sentirse capaz de nutrir a otros o al contario, vivirse permanentemente privado de gratificaciones imaginarias las cuales considera le corresponden. Para la psicoanalista, “la gratitud está estrechamente ligada a la generosidad. La riqueza interna deriva de haber asimilado el objeto bueno, de modo que el individuo se hace capaz de compartir sus dones con otros”. Por eso mismo, desde una perspectiva clínica, la incapacidad para agradecer y ofrecer a los otros son indicadores de envidia. Solamente se niega a dar, quien siente que al dar pierde algo de sí mismo.
Otra dimensión de la envidia es la idealización. En contra de la lógica del mercado, la cual nos empuja constantemente a “vendernos”, el psicoanálisis nos advierte sobre los riesgos de ser idealizados, pues es altamente probable que quien en un primer momento nos idealice posteriormente deseé destruirnos. Idealizar, según Klein,  es el mecanismo de las personas incapaces de poseer un objeto bueno, esto es, portar dentro sí mismas la representación de un vínculo de amor que fue tan legítimo y espontáneo que no se requiere buscarlo afuera, agrega “aquél objeto idealizado a menudo llega a ser percibido como un perseguidor… y en él es proyectada la actitud envidiosa y crítica del sujeto”.
Los antiguos griegos diseñaron dispositivos para contrarrestar la envidia social, era un recurso jurídico al cual llamaron ostracismo, el cual consistía en exiliar durante diez años a los ciudadanos que despertaban la envidia general. No perdían sus propiedades ni sus derechos y se procuraba que regresaran tras este periodo. En este sentido, para John Rawls, una sociedad bien organizada tendría que intentar mitigar las condiciones que favorecen la envidia.
Frente a esto cabe preguntarnos ¿qué sería el capitalismo sin envidia?, ¿podría sostenerse el sistema sin el deseo de poseer lo del otro o imponerse sobre el otro?, personalmente lo considero muy difícil. Se han hecho investigaciones en las cuales una mayoría expresa que preferiría ganar 85, 000 dólares anuales a 100, 000 dólares, siempre y cuando en el primer caso los demás ganaran 70, 000 y en el segundo 125, 0000 dólares. Esto es, el valor en el capitalismo no necesariamente está dado por lo que se desea sino por lo que le falta al otro. En el capitalismo el pobre se vuelve rey frente al miserable.
Pero esta dinámica conlleva el riesgo de expandir el resentimiento,  como lo definió Max Scheler en su libro El resentimiento en la moral. El resentimiento es un sentimiento de impotencia, es cuando alguien descubre que no puede alterar una situación pero no le agrada y no se resigna. Escribe Scheler, el resentimiento “es un veneno de la mente que tiene unas causas y consecuencias bastante determinadas. Es una actitud mental duradera, causada por una regresión sistemática de ciertas emociones y afectos que, como tales, son componentes normales de la naturaleza humana. Su represión lleva a una tendencia constante a entregarse a ciertas formas de valores ilusorios y a los juicios de valores correspondientes. Las emociones y afectos principalmente implicados son la venganza, el odio, la malevolencia, la envidia, la tendencia a desvirtuar y el rencor”. Para Scheler la moralidad tras la Revolución francesa, dejó atrás al cristianismo para asentarse en el resentimiento.
La consecuencia del resentimiento es la Schadenfreude, esto es, la satisfacción por la caída o fracaso del otro. Esto nos ofrece claves para entender esta bipolaridad capitalista de winners y losers, o lo que es lo mismo, si no ganas, pierdes. Por lo cual los concursos, los deportes de competencia y la vida empresarial se vuelven tan atractivos, son vías regias para celebrar la caída del otro, donde impera el principio de Soy donde fracasa el otro.
 La tradición cristiana propone enfrentar la envidia con la caridad, un dar sin esperar nada a cambio. En su encíclica DEUS CARITAS EST, el actual jerarca de la iglesia católica, Benedicto XVI, hace referencia a las tres formas del amor heredadas de la tradición greco-latina: Agapé (Cáritas), Philia y Eros. Escribe: “Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?”. Tras estas preguntas el autor argumenta a favor de la caridad. Oponerse a la caridad quizá sea una postura necia, pero conformarse con ella también lo es. Considero que los tres amores son necesarios: amar al otro como ser en sí, amar al otro como similitud y amar al otro como diferencia.
La triada nos permite experimentar y expresar compasión, solidaridad y gratitud. Quizá estos sean los demonios del capitalismo, pero son nuestra opción para menguar la envidia y en última instancia, ser menos violentos.