miércoles, 8 de febrero de 2012

Sinfonía para tres M’s: Mujeres, Masoquismo, Murakami


Arrastrándose gozosamente por el dolor,
su presencia ha mutado en manantial de violencia,
ciega a toda ternura, sólo reconoce el amor
que le mancilla la piel y le escupe el espíritu.

En su glosa, el abuso es un riesgo indispensable,
se burla de la suavidad de un roce,
su ritmo es el vértigo, su placer el escalofrío,
el sosiego la amedrenta más que el puño.

“Mierda”, vocifera a diestra y siniestra.
Nacido del fastidio,
su dicho le vuelve como invocación,
atrayendo pura bosta a su cama.

Al amanecer, languidece ante el recuento de los daños,
unas lágrimas humedecen recuerdos de infancia,
sobre los cuales cae la cortina de ese lascivo rostro.
El retorno  de aquellas manos vulnerándola
e impregnándola con su viscoso aroma,
renuevan el antiguo estremecimiento
que impulsa a su cuerpo a representar incesantemente
la imperiosa escena sacrificial.

Los goznes del dolor, Juan Pablo Brand (2012)


El asesinato se produjo así: quizá se encontró con un desconocido en la ciudad, fueron a tomar una copa juntos y entraron en un hotel. Luego iniciaron los elaborados juegos sexuales en aquella habitación cerrada y obscura. Esposas, mordazas, vendas… El hombre estrangulaba el cuello de las mujeres con la cinta de albornoz y, viendo cómo se retorcían de dolor, se excitaba y se corría. Pero en esta ocasión apretó la cinta con demasiada fuerza, y no la soltó a tiempo.
Ayumi misma debía de temer  que algún día ocurriera aquello. Periódicamente necesitaba relaciones sexuales extremas. Su cuerpo –y es probable que también su mente- se las pedía. Sin embargo, no quería un novio formal. Las relaciones fijas la ahogaban y le provocaban inseguridad. Por eso de vez en cuando hacía el amor con desconocidos. Las circunstancias eran bastante similares a las de Aomame. Sólo que Ayumi tendía a ir más allá que Aomame. Ayumi prefería el sexo libre y con riesgos, y seguro que inconscientemente deseaba que la hirieran. Al contrario de Aomame. Aomame era cautelosa y no se dejaba herir por nadie. Si alguien lo intentara, se opondría violentamente. Pero Ayumi se prestaba a todo lo que la otra persona le pedía, fuera lo que fuera. Esperaba que a cambio le ofrecieran algo. Era una tendencia peligrosa…
Al final los temores de Ayumi se habían hecho realidad…

Mucho se ha criticado el obsesivo detallismo en la narrativa de Haruki Murakami, quizá para quienes gustan de la economía cognitiva esto es un problema, sin embargo, mi mente clínica agradece profundamente sus amplias descripciones, particularmente cuando se detiene en los perfiles psicológicos de los personajes, los cuales constituyen el plato fuerte de su libro 1Q84
        Aomame y Ayumi, dos jóvenes viviendo el periodo donde las mujeres experimentan la plenitud de su belleza, la década entre los veinte y los treinta es una etapa donde poseen el poder físico para atraer súbita e irracionalmente a hombres y mujeres, lo cual les confiere un temporal dominio sobre los otros y por tanto la posibilidad de hacer prevalecer sus requerimientos. Las mujeres que sostienen su devenir exclusivamente en la belleza, ven este poder mermarse paulatinamente al paso de los años, dedicando el resto de sus vidas a mirar compulsivamente imágenes de sí mismas añorando glorias pretéritas, intentando retornar a “sus mejores años” a través del cuerpo de sus hijas o, si tienen recursos, habitando en quirófanos bajo la promesa de los cirujanos plásticos de encontrarse en la fuente de la eterna juventud.
        En el caso de nuestras protagonistas, este poder lo orientan al cumplimiento de sus imperativos masoquistas. Su atractivo y juventud les permiten hacer de cualquier bar su semillero para reclutamiento y selección. Aomame prefiere hombres maduros, particularmente calvos. Ayumi valora el vigor de los jóvenes. Pero las dos se ven impulsadas por el deseo de representar una escena, su escena, de ahí que la identidad de los varones sea un elemento secundario y el lenguaje, el eje simbólico, solamente sea un recurso para sellar el contrato de anonimato, estipulación facilitada por los gustos de Aomame, pues sus parejas son casi siempre hombres casados, en viaje de negocios, quienes agradecen el furor del encuentro para después volver a sus vidas de familia.
 Aomame y Ayumi se entregan a fantasías de empoderamiento sobre los hombres, dejando de lado el hecho de que el juego funciona porque ellas mismas se ofertan como tablero. Es una trampa masoquista, creer que ganan cuando su cuerpo es la carnada.
        Al provenir de una novela, se puede pensar que el tema es un recurso para atraer el morbo de los lectores, sin embargo, las historias de mujeres impulsadas por núcleos masoquistas forman parte de la cotidianidad no solamente de los consultorios, sino de las múltiples narrativas en los cafés, las calles, las escuelas o las oficinas. La psicoanalista inglesa Susan Orbach, en su libro La tiranía del culto al cuerpo, nos cuenta como recientemente los conductores de autobuses de los colegios de secundaria de los alrededores de Filadelfia, comenzaron a notar por sus espejos retrovisores, las cabezas de sus pasajeras de entre 11 y 14 años siguiendo los movimientos propios del sexo oral. Tras informar a las autoridades de las escuelas, encontraron que por la necesidad de obtener reconocimiento y popularidad entre los varones, estas adolescentes le ofrecían a sus compañeros el cumplimiento de lo que ellas concebían como la mayor de sus fantasías. Lo paradójico es que algunos terminaron en el departamento psicopedagógico de sus escuelas revelando que la experiencia había resultado más angustiante que placentera, al no saber como reaccionar al acto de sus compañeras. Para la citada autora, estas chicas “en realidad no tienen una sexualidad propia, como tampoco tienen cuerpos que se sientan estables. Saben que el sexo es importante, pero qué es, de donde viene y para qué sirve es algo que se les escapa. Esa falta de conocimiento es lo que les permite pensar que hacer una felación a un chico camino al colegio las ayudará. Pero no es así. Así pues, viran hacia otro imperativo: resultar atractivas… La naturaleza dirigida al acto de conferir favores sexuales no deseados deja al descubierto las inseguridades de las chicas. Están desesperadas por hacer algo sexual, para poder sentir que ‘lo’ han dominado, como si ese ‘lo’ fuera un logro”.
El antiguo remordimiento por los actos sexuales ha sido sustituido por el remordimiento de la abstención, es solamente un tránsito pero no cambia su calidad de axioma moral, es el predominio del hacer sobre el ser. Susan Orbach, quien es cofundadora de The Women’s Therapy Centre en Londres, describe el proceso subjetivo de muchas de sus pacientes que participan en prácticas sexuales que no solamente no disfrutan sino que en muchas ocasiones les causan daño. El primer paso es la representación mental, se viven como protagonistas de una  escena la cual consideran satisfactoria para sus parejas, ya sea porque se las han transmitido o porque han tenido conocimiento de su funcionalidad en la satisfacción del otro. Mientras más popularidad tenga la práctica se consideran más versátiles, cumpliendo el guión que las acredita para afirmar: “ya lo hice”. Tras esta preparación viven el acto sexual como si estuvieran representando un papel, dejando a un lado las sensaciones de sus cuerpos o ausencia de ellas, es lo que la autora define como “experiencia extracorporal”, como si todo estuviera sucediendo en un campo virtual, lo cual permite negar el dolor, el asco o la ausencia de placer. Por eso al concluir el acto, disocian su cuerpo de la experiencia, a pesar de las evidentes huellas.
La evitación del lazo afectivo y la necesidad categórica de practicar sexo con violencia, coloca a Aomame y Ayumi en las rutas del masoquismo, sin embargo, entre ellas existen diferencias en su ubicación subjetiva, para la primera este tipo de prácticas es impulsado por un masoquismo moral y en la segunda el masoquismo es de tipo erógeno. Para ofrecer mayor luz sobre estas singularidades, démosle la palabra al Professor Sigmund Freud.
Para el investigador vienés, el masoquismo nace de una intensa necesidad de castigo y para provocarlo “el masoquista se ve obligado a hacer cosas inapropiadas, a trabajar en contra de su propio beneficio, destruir las perspectivas que se le abren en el mundo real y, eventualmente, aniquilar su propia existencia real”.
El masoquismo erógeno es heredero del abuso físico y sexual en la infancia, niñas y niños plenos de confusión por un conglomerado de sensaciones físicas sumadas a las implicaciones  del vínculo con el abusador, quien es casi siempre un familiar o un conocido, asocian tempranamente el placer al dolor y la necesidad de expiación. La considerable cantidad de mujeres motivadas por este tipo de masoquismo da cuenta del alto número de abusos físicos y sexuales de las que son víctimas las niñas. Es el caso de Ayumi, violentada sexualmente por un familiar con el que además tendrá que seguir conviviendo a causa de la ceguera propia de las familias ante estos hechos y la culpa aniquilante por haber sentido lo que sintió y con quien lo sintió. Su final en un acto de asfixiofilia cumple fatalmente la predicción de Freud, termina aniquilando su existencia real. La entrada temprana, forzada y violenta de Ayumi a la escena de fantasías sexuales adultas, la precipita en una espiral autodestructiva excluyéndola de la posibilidad de sentirse causa de amor tierno. Atrapada en el eterno retorno del abuso, se lanza al destino buscando a la persona que finalmente le dé la confianza para ser algo más que un objeto de placer de otro. Encuentra a Aomame, en quien desea recargar el ancla de su amor, su situación se complica por las funciones que cumplen, Ayumi es policía, Aomame una asesina. La primera desconoce esta brecha, por lo mismo lee en el distanciamiento de Aomame como un rechazo que intensifica la percepción de su potencial para ser despreciada y por tanto la necesidad de castigo, impulso que inaugura la ruta que concluye en su muerte.
Aomame, nacida en una familia perteneciente a la organización religiosa de los Testigos de Jehová, crece en medio de fuertes preceptos morales y persistentes recorridos de casa en casa promoviendo los principios de la creencia familiar. Para Freud “todo padecer masoquista tiene por condición la de partir de la persona amada y ser tolerado por orden de ella”, en el caso del masoquismo moral se va desdibujando la persona quedando sólo el padecer amarrado a las restricciones. Por lo mismo, cuando Aomame huye de su casa, aún siendo una niña, coloca distancia con los seres amados pero no así con las prohibiciones aprehendidas. Su disciplina moral le permite desempeñarse soberbiamente en el campo académico y deportivo, también le facilita su tránsito de entrenadora física a homicida profesional. Para quien ha sido educado en un sistema moral rígido resulta muy sencillo trasladar antiguas creencias a otras nuevas, siempre y cuando éstas conserven su categoría de irrefutabilidad. Por lo mismo Aomame vive saturada de imperativos: no te enamorarás, sólo sexo ocasional, no socializarás, harás ejercicio tantas horas diarias, comerás solamente esto, en fin. Cuando Aomame es contratada para asesinar a hombres que han abusado de mujeres, puede colocarse en el lugar de verdugo que se atribuye el poder de ejecutar las sentencias de un juez que establece los límites entre el bien y el mal. Sin embargo, al ubicarse Aomame en la posición del sádico es cuando inicia su transformación, su estructura moral se empieza a desquebrajar al descubrir lo contingente que puede ser en muchas ocasiones un veredicto. Esta experiencia la remite a un recuerdo de infancia, el único instante en que fue mirada plenamente por una persona. Al paso de los años resguardó los ojos de Tengo, su compañero de escuela, en la memoria. La fuerza de esa presencia resulta su única puerta de salida a su empuje sado-masoquista, por tanto, la búsqueda de Tengo se vuelve la causa total de su deseo. Al encontrarlo y recibir nuevamente esa mirada, Aomame tiene la certeza de que es más que un objeto moral y moralizador, más que un objeto sexual, más que un objeto del devenir histórico. Tengo la ama y su amor la impregna de humanidad, su amor les permite salir de 1Q84, ese mundo de abandono, violencia y  objetalización.
        El masoquismo es una pantalla cubriendo el sufrimiento infantil, es la alternativa inconsciente que muchas niñas y muchos niños encuentran para conservar el amor de padres violentos, abusadores, utilitaristas, denigradores o injustificadamente estrictos. El masoquismo es la expresión de una historia de amor pervertida por el abuso y el dolor, que impulsa a las personas a “trabajar en contra de su propio beneficio”. En el caso de las mujeres, esta perversión es añeja, a través del tiempo las instituciones religiosas, gubernamentales, civiles o familiares, se han apropiado de su cuerpo, se han otorgado el derecho a regular su placer. En la actualidad esa función es cubierta por la imagocracia, desde donde se dictan imperativos que de no ser cumplidos llevan a la exclusión. Resulta paradójico que tras las batallas libradas para defender su derecho natural a la regulación de su placer, muchas mujeres lo denieguen para seguir los dictados de discursos hegemónicos sobre la apariencia que las empujan a prácticas, no solamente sexuales, sino también físicas, alimenticias, vinculares, sociales o laborales, libres de placer. Las leyes que liberan el cuerpo no son suficientes para su emancipación, los derechos son tales porque no implican obligatoriedad para los beneficiados, su ejercicio es una elección.  Para liberar sus cuerpos, las mujeres tienen que soltar amarres de tres o más generaciones ascendentes, son herederas de los imperativos de sus bisabuelas, abuelas y su madre, la faena no es sencilla,  pero cuando lo consiguen desatan un nudo generacional masoquista que las libera a ellas y a su descendencia.
Freud se preguntaba: ¿Qué quiere la mujer?, me parece que la respuesta a dicho acertijo es: “Ser mujer”. Los hombres nos sentimos hombres sobre la base de nuestras obras, las mujeres construyen sus obras sobre su ser mujer.