Estación
ausente, voz silenciosa, sosegada turbulencia, caótica armonía, ensueño real,
indicio oculto, espíritu material, distinguida humildad, niño viejo, fervoroso
agnóstico… en fin, mi padre es un oxímoron al cual decidí amar, pues en su
tránsito por los opuestos me obsequió la libertad al manifestar su
inconformidad y su resistencia a la hegemonía. Su dinamismo óntico es tan
perceptible que prescindo de la comprensión para acceder a él.
No
así con mi madre, firme como el andar del tiempo, coherente constelación, adulta
desde la cuna. Quieta cual sol, contempla el movimiento de los otros anclada en
su privilegio gravitacional. Se tutea con Dios y en su diálogo se lamentan por
las debilidades humanas, pero aún en su complicidad con lo divino, no toca la
santidad, odia los escenarios, por tanto se esfuerza por no trascender lo
suficiente como para merecer un nicho o un altar, nada le resultaría más
incómodo que ser observada perpetuamente por miradas fervientes, ávidas de
consuelo, rogadoras de subsidio celestial.
Mi
madre es un misterio en cuya sombra me constituí, la amé desde el principio,
por lo que a diferencia de lo sucedido con mi padre, con ella tuve que aprender
a moderar mi amor para lograr la transgresión, pues con una madre tan extensa
la diferenciación sólo es posible al margen de sus leyes. Cuando se tiene tan
cerca una supernova, el riesgo de quedar atrapado en su órbita es permanente,
tras prolongadas batallas en los campos del corazón y el lenguaje, me constituí
en cometa, de tal manera que cruzo frente al sol y entre las órbitas pero no me
detengo, por eso no soy el que se va sino el que no ha llegado.
Mi
madre me regaló la fuerza, la libertad conlleva soledad, y la soledad sólo es
soportable cuando uno desciende de los brazos maternos, cuando emerge de la matriz para construir su
heteropía, su otro lugar. Chevalier y Gheerbrant nos dicen que el simbolismo de la madre “se relaciona con el
de la mar, como también con el de la tierra, en el sentido de que una y otra”
son receptáculos y matrices de la vida, “en este símbolo de la madre se
encuentra la misma ambivalencia que el del mar y la tierra: la vida y la muerte
son correlativas. Nacer es salir del vientre de la madre; morir es retornar a
la tierra. La madre es la seguridad del abrigo, del calor, de la ternura y el
alimento; es también, por el contrario, el riesgo de opresión debido a la
estrechez del medio y al ahogo por una prolongación excesiva de la función de
nodriza y de guía: la genitrix devorando
al futuro genitor, la generosidad
tornándose acaparadora y castradora”.
El
amor al padre es una elección, el amor a la madre es una ratificación. Quien no
se ha cuestionado el amor a su madre, no sabrá si lo que experimenta es amor
por la persona o una inercia impulsada por el temor al abandono. Para ser en el
mundo es necesario darse en la madre,
impactar las representaciones de nosotros mismos emanadas del vínculo con la
madre en el muro del padre, símbolo de la ley, de la organización allende el
universo familiar. Ser genitores,
creadores de nueva vida, tanto biológica como imaginaria o simbólica, implica
dejar el posicionamiento de hija e hijo, de otra manera no hay creación sino
duplicación. Renunciar a ser a toda madre,
es decir, tener poca madre, nos evita
muchos desmadres.
Los autores antes
citados refieren: “El padre no sólo es el ser que queremos poseer o tener; sino
también el que queremos poder llegar a ser, el que queremos ser o valer. Y este
progreso pasa por la vía de supresión del padre ‘otro’ hacia el acceso al padre
‘yo mismo’. Tal identificación con el padre entraña el doble movimiento de
muerte (para él) y de renacimiento (para mí). El padre pues subsiste siempre
como una imagen permanente de trascendencia, que sólo puede aceptarse sin problema con un amor recíproco de
adulto”.
Esto es, la madre
nos da la fuerza para vincularnos, para amar, es la plataforma del ser. El
padre despliega el horizonte de lo que podemos ser, es palabra que nos permite
establecer acuerdos de convivencia. La mirada de la madre impulsa el
enamoramiento, la voz del padre la continuidad del amor. La madre es fascinación, el padre
convicción. La madre es principio, el padre es fin.
Madre y Padre deben
morir como genitores para renacer como referentes de reciprocidad, seres
dialogantes con sus ancestros y descendientes, eslabones entre los vivos y los
muertos, memoria retrospectiva y prospectiva. La mejor herencia es una historia
compartida donde los miembros de un grupo puedan dar sentido a sus creaciones y
facilitar el intercambio simbólico con otros grupos.