miércoles, 21 de marzo de 2012

Ojos bien cerrados, el deseo náufrago como causa de la pareja histérica-obsesivo



¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño


Gracias... por ser sobre todo, mujer, cada noche  un misterio.

José María Cano, Enfrentarnos de nuevo a la vida


En el confín de lo evidente, azotan las olas de la subjetividad, siendo perceptibles solamente su espuma y algunos restos arrastrados desde sus abismos.  Lo insondable de la vida psíquica del otro concentra excesivamente nuestra atención en sus actos, a partir de los cuales pretendemos escudriñar sus motivos más profundos, pero no se requiere ser psicoanalista para saber que los actos humanos pueden ser tan ficticios como el delirio más embotado. En Relato soñado, Arthur Schnitzler, confronta diversos clichés de la vida en pareja, particularmente de la infidelidad, la cual suele ser percibida exclusivamente como un acto, supuesto erróneo, pues desde el siglo XIX, cuando los Románticos abrieron las arcas de los sueños y las fantasías humanas, el acto infiel abandonó su protagonismo para agregarse a un menú de alternativas. Ahora, en los tiempos de redes sociales, cibersexo y avatares, la Lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona, que es como la Real Academia de la Lengua Española define la fidelidad, es casi una subversión.
La narración de Schnitzler es atravesada por dos experiencias, una soñada y una vivida. Todo inicia en un baile de Carnaval, durante el cual Fridolin y Albertine se ven enfrentados con circunstancias que tambalean su aparente estabilidad  y súbitamente  están dispuestos a buscar sexo con personas recién conocidas. Fridolin ve frustradas sus intenciones por la desaparición de las mujeres y Albertine huye asustada, sin embargo, el impulso permanece y llegando a  su hogar  lo desfogan en un encuentro de pieles con una pasión  que hace tiempo no experimentaban. El recuerdo de esta noche los lleva a la certeza de que lo sentido  durante el baile no se generó espontáneamente sino que tiene un precedente, en el que los dos se saben implicados. Encuentran en su memoria común un viaje a Dinamarca, durante el cual, al igual que en el baile, estando a unos metros una de otro, uno de otra, visualizan en su entorno personas que despiertan automáticamente su deseo de vivir un encuentro sexual y si resulta posible, virar su vida para liarse  con una pareja diferente.
Tras la conversación con Albertine, las defensas de Fridolin se debilitan, el diálogo sostenido lo llevó a verbalizar lo que durante varios años había sido  pensamiento y probablemente había podido revivir sólo en sueños, el encuentro con aquella muchacha en las playas danesas. Fridolin sale de casa e inicia un viaje nocturno es pos del cumplimiento de su deseo. El primer encuentro es con la recién huérfana, Marianne, la cual junto al cuerpo del padre muerto le declara su amor, Fridolin quien se encuentra ahí en su condición de médico, deja a un lado su ubicación profesional para entregarse al pensamiento de que Marianne tendría un mejor aspecto si fuera su amante. Tras la declaración de la joven, su primera reacción fue mirar de reojo al padre en el lecho, imagen que atrajo el recuerdo de “una novela que había leído hacía años y en la que un hombre muy joven, casi un muchacho, era seducido y, realmente, violado junto al lecho de muerte de su madre, por una amiga de ella. En ese mismo instante, sin saber porqué, tuvo que pensar en su propia mujer”, Fridolin es lanzado a una escena de connotaciones edípicas, un padre muerto y una mujer declarándole su amor, tras lo cual recuerda  la novela y piensa inmediatamente en su esposa, sintiendo rencor por el hombre danés que inspiró las fantasías de Albertine. Al actualizar los fantasmas del pasado, la excitación se vuelca en repugnancia por la mujer y se siente liberado cuando suena el timbre anunciando la llegada del prometido de Marianne.
El segundo encuentro es con una prostituta. Al entrar en su habitación, su primer pensamiento es “Naturalmente, no voy a tocarla”, que resulta paradójico, pareciera que el doctor se está justificando ante alguien que lo observa, mostrándose ofendido ante una situación que él eligió voluntariamente. La mujer se desnuda e intenta besarlo, pero él la rechaza argumentando cansancio, sin embargo, cuando la muchacha finalmente dimite en su intento de seducirlo Fridolin reacciona cortejándola “como a una mujer amada”, ante lo cual ella se resiste, él siente vergüenza y abandona sus intenciones.
El tercer encuentro es con una joven en una tienda de disfraces, la cual es asediada por dos hombres vestidos de monjes frente a la mirada cómplice del padre, a quién el protagonista convoca a ejercer la ley para detener la acción. Finalmente consigue su disfraz de monje, el cual es requisito para ingresar a una fiesta clandestina de la cual ha sido enterado por su amigo músico.
Llega a la fiesta a la que ingresa utilizando una palabra que ya en otra ocasión había roto sus defensas ante su deseo: “Dinamarca”. La diferencia es que ahora puede ocultarse bajo una máscara, al tiempo que puede encubrir a los personajes de la escena, como sucede en los sueños, en los cuales se desplazan representaciones conflictivas a otras más amables. La fiesta resulta ser una ceremonia orgiástica, una bacanal en toda su expresión. Una mujer cuya única cubierta es una máscara, se le acerca y le advierte que se retire, su mirada lo ha delatado, en el universo de la perversión el goce es imperativo por tanto no cabe el brillo del deseo, el perverso se burla del límite y reconoce inmediatamente el gesto conflictuado del obsesivo donde combaten el impulso y la culpa. Pero es tarde y el código del consorcio orgiástico cobra con sangre las intrusiones, particularmente de los neuróticos que con su culpa se escandalizan y pretenden regresar todo al orden de lo razonable. La mujer enmascarada se ofrece como víctima sacrificial para salvar a Fridolin, no es un acto de compasión, es gratitud frente al ser humano que la ha mirado impregnándola de subjetividad, la ha liberado de su estado cosificado y por tanto puede morir como sujeto.
Mientras esto sucede, Albertine sueña, inaugura el sueño con un desplante histérico, se coloca “como una actriz en el escenario”, sus padres la han dejado sola a pesar de que su boda se acerca, busca en el armario su vestido de novia y encuentra ropas de carnaval, pareciera que le resultan más atractivos los placeres carnavalescos que las tribulaciones del matrimonio.  Aparece Fridolin vestido suntuosamente portando un puñal de vaina de plata en el costado, como una representación se su pretendido lugar fálico. Posteriormente ingresan a un claro  rodeado por tres lados de bosque y una pared rocosa que a diferencia del bosque es un obstáculo  infranqueable, esta distribución permite el acceso al claro pero se requiere franquear la barrera, la descripción en el contexto del sueño hace pensar en una imagen de la intimidad de Albertine. Se dan un abrazo intenso pero melancólico y tras una noche de placer Albertine encuentra que ella y Fridolin están desnudos y experimenta una fuerte sensación de vergüenza que amenaza con la aniquilación, son Adán y Eva descubriendo su desnudez, tras haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal. No solamente siente vergüenza sino también cólera hacia Fridolin a quien culpa de haber puesto a la luz su deseo, desde su condición histérica se recrimina dejar el lugar privilegiado de ser causa de deseo de todos, para materializarse en el deseo de uno y hacer explícito su propio deseo, hecho que vulnera su poder de atracción. Fridolin se siente obligado a ir a una ciudad  “sepultada tiempo atrás y para siempre” a conseguir vestidos y junto con ello “todas las cosas hermosas”, es como un retorno al pasado infantil al cual debe ir a buscar las defensas para cubrir lo que debe quedar fuera de escena, lo obsceno, pero también  encontrar todos los deseos que puedan caber en un bolso de cuero amarillo, en donde mágicamente caben todos.
Con la ausencia de su esposo, Albertine parece olvidar la vergüenza y desnuda entona un bello canto el cual desea que escuche toda la ciudad. Tumbada al sol, con la certeza de ser más bella que nunca, vislumbra a un hombre similar al danés, quien pasa a su lado y la saluda cortésmente, su objetivo parece ser la pared rocosa. La protagonista tiene conocimiento de que el danés ha recorrido todo el mundo, el personaje repite una secuencia compulsivamente, entra al claro por el bosque, saluda a Albertine, observa la pared y desaparece, “dos o tres, o cien veces”. Finalmente se detiene y la mira inquisitivamente, ella ríe seductoramente, como nunca, y cuando él extiende sus brazos ella intenta huir más no puede y el hombre cae sobre ella, se hace presa de su propia estrategia histérica. Se ha consumado el deseo, el bosque y la pared han desparecido, ahora se encuentra en una llanura llena de flores, ya no hay barreras, el hombre se encuentra a su lado junto con mil más, Albertine no sabe cuantos de ellos han visitado su cuerpo, se hace claro su deseo, ella no quiere a un hombre, quiere a todos los hombres o al menos al hombre que represente a todos los hombres, esto es, aquel al que todas las mujeres deseen.
En tanto, Fridolin ha sido apresado bajo el poder de una princesa quien está por decidir si lo sentencia a muerte o lo absuelve, para esto último  tan solo pone como condición que Fridolin se convirtiera en su amante, al negarse es condenado a ser azotado y crucificado. Albertine reconoce en la princesa a la muchacha de la playa danesa, necesita que Fridolin sea deseado por las otras mujeres, que mejor si esto incluye a una princesa, pues de esta manera ella se coloca en la posición con mayor poder entre los humanos, el de objeto de la envidia. Pero como Fridolin no cumple con el perfil, debe ser castigado, crucificarlo es demostrar el costo de frustrar a una histérica. 
Albertine y Fridolin conforman  la conocida pareja de histérica y obsesivo, cuya posición frente al deseo puede producir el encuentro o la decepción. Mientras la histérica se dirige hacia su deseo el cual es ser ella misma EL objeto de deseo, el obsesivo lo rehúye, lo rodea, lo escudriña, en fin, vive en su prosecución pero no logra reconocerlo, aún teniéndolo frente a él.
La madrugada saluda el regreso de Fridolin y el despertar de Albertine, ella le narra su sueño tras lo cual él decide dormir un momento. Al despertar, sale a la calle con una idea que lo atormenta, desea vengarse de la crucifixión a la que su esposa lo condenó, va tras las huellas de su experiencia nocturna, encuentra los restos de cada uno de sus pasos, busca a las mujeres que lo acompañaron la noche anterior para consumar ahora sí su deseo, le resulta inconciliable que Albertine lo haya minimizado como amante. Como le suele suceder al obsesivo, llega tarde al deseo, cuando las condiciones para cumplirlo se han desdibujado. Marianne ha decidido casarse e irse a vivir con su prometido, la joven de la tienda ha consumado el acto amparada por su padre, la prostituta y la mujer de la fiesta parecían ser la misma persona y se ha suicidado, o quizá la hayan ayudado a morir. En medio de su búsqueda recibe una carta en la que se le advierte que abandone sus pretensiones: “Renuncie a sus investigaciones, que son absolutamente inútiles, y considere estas palabras como una segunda advertencia. Por su propio interés esperemos que no sean necesarias más”.
Fridolin renuncia a su objetivo y se dirige a su casa. Llega a su hogar con la intención de contarle a Albertine todo lo vivido como si fuera un sueño, y una vez comprendido el recorrido le confesaría que había sido realidad, ante lo cual se pregunta: “¿Realidad?”, al tiempo que ve junto al rostro dormido de Albertine, es decir, en el lugar que le corresponde en la cama, la máscara que utilizó la noche anterior, el objeto que supuestamente debía resguardar su identidad lo había delatado. Decidido a contarle todo a su esposa perdió súbitamente las fuerzas e hincado junto al lecho llora silenciosamente ahogando sus gemidos en los almohadones, pareciera que ante sí se hubiera develado una verdad, su imposibilidad de alcanzar su deseo que Albertine lo hubiera descubierto. Ella despierta y le acaricia los cabellos, él le cuenta todo necesitado de expiación y Albertine, serena aún tras ser visitada por mil hombres en su sueño, le concede el perdón:

-       ¿Qué vamos a hacer Albertine?
Ella sonrió y, tras una breve vacilación, repuso:
-       Dar las gracias al Destino, creo, por haber salido tan bien librados de todas esas aventuras… de las reales y las soñadas.
-       ¿Estás segura? – le preguntó él.
-       Tan segura que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda.
-       Y que ningún sueño – suspiró él suavemente – es totalmente un sueño.
Ella cogió la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.
-       Pero ahora estamos despiertos – dijo – para mucho tiempo.
Para siempre, quiso añadir él, pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella le puso un dedo sobre los labios y, como para sus adentros, susurró:
-       No se puede adivinar el futuro.

jueves, 8 de marzo de 2012

Ojos bien cerrados: un lazo onírico entre Kubrick, Schnitzler y Freud


-       ¿Qué vamos a hacer Albertine?
Ella sonrió y, tras una breve vacilación, repuso:
-       Dar las gracias al Destino, creo, por haber salido tan bien librados de todas esas aventuras… de las reales y las soñadas.
-       ¿Estás segura? – le preguntó él.
-       Tan segura que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda.
-       Y que ningún sueño – suspiró él suavemente – es totalmente un sueño.
Ella cogió la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.
-       Pero ahora estamos despiertos – dijo – para mucho tiempo.
Para siempre, quiso añadir él, pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella le puso un dedo sobre los labios y, como para sus adentros, susurró:
-       No se puede adivinar el futuro.

Arthur Schnitzler, Relato soñado


Albertine baila con un hombre que no es su esposo, él la mira con la penetrante seguridad del millonario maduro e ilustrado al tiempo que cita fragmentos del Arte de amar  de Ovidio, los pies danzan sobre la superficie de un elegante salón neoyorkino al ritmo del espléndido Vals No.2 de Dmitri Shostakovich. El largometraje apenas iniciaba y ya me había entregado incondicionalmente en las manos de Kubrick.
Fotografía, sonidos, diálogos, actuación, movimientos de cámara y música;  son algunos de los elementos que le dan vida a una película. El arte de un director es conjuntarlos en una obra para lograr tonos cuyo vibrar movilice las cuerdas existenciales de los espectadores. Pocos son quienes pueden ostentar más de un largometraje genial, contados los que su obra es atravesada por la luz del ingenio. Stanley Kubrick es uno de ellos. Ojos bien cerrados (Eyes wide shut, 1999) fue su legado póstumo a la humanidad, puesto que antes de concluir la edición, sus propios ojos se clausuraron para siempre.
Con una magistral dirección, al grado de lograr una buena actuación de Tom Cruise, Kubrick llevó a la pantalla una novela de Arthur Schnitzler. Confieso que cuando vi el nombre en los créditos nada me dijo. Tiempo después, en el año 2000, al estar releyendo uno de los cinco casos clínicos publicados por Freud, el de Dora (1905), el nombre del autor brotó de la nota pie de página número 33, lo cual sacudió mi atención, mi creencia era que el escritor era contemporáneo. Decidí iniciar una sucinta investigación la cual me llevó al descubrimiento  de que dicho autor fue coetáneo de Freud, que compartieron patria y tiempo, Schnitzler nació en Viena en 1862, era seis años menor que Freud y murió en 1931, ocho años antes que el psicoanalista.
Freud lo cita en cuatro de sus obras y su nombre aparece también referido en las biografías escritas por Jones y Gay. Mi impresión se intensificó cuando revisando un texto en una librería (Por el amor a Freud o la otra ronda de Diane Chauvelot), encontré fragmentos de dos cartas escritas por Freud a Schnitzler, a las que por cierto, el novelista no respondió. Cito dos selecciones, los cuales me parecen muy reveladoras, la primera es de una carta escrita el 8 de mayo de 1906, dos días después del onomástico número cincuenta del psicoanalista, fecha sumamente significativa para el supersticioso investigador, quien había cargado por varios años con la profecía de su antiguo amigo, Wilhelm Fliess,  de que moriría a los cincuenta años, certeza que se sustentó en unos cálculos elaborados bajo una de las tantas erráticas teorías de Fliess. Freud vivió hasta los ochenta y tres años, dieciséis de ellos enfermo de cáncer. Fliess murió de setenta.
La epístola dice así:

A menudo me he preguntado con asombro cómo había llegado usted a tal o cual conocimiento íntimo y secreto que yo había adquirido sólo después de una prolongada investigación sobre el tema, y, finalmente, llegué a envidiar al autor a quien antes admiraba…

  El segundo fragmento corresponde a una carta escrita el 14 de mayo de 1922, nuevamente días después de su cumpleaños, ahora el sesenta y seis y meses antes de ser diagnosticado con cáncer de paladar e inaugurar una ruta de dolor que atravesará por treinta y tres cirugías:

Querido doctor Schnitzler:
Tengo (…) que hacer una confesión, que le ruego no divulgue ni comparta con amigos o enemigos. Me he atormentado a mí mismo preguntándome por qué en todos estos años jamás había intentado que trabáramos amistad ni charlas con usted (ignorando, naturalmente, la posibilidad  de que no hubiera acogido bien mi intentona). La respuesta contiene esta confesión, que me parece demasiado íntima. Creo que lo he evitado porque sentía una especie de reluctancia a encontrarme con mi doble. No es que me sienta normalmente inclinado a identificarme con otra persona, ni que deje a un lado la diferencia de talento que me separa de usted, pero siempre que me dejo absorber profundamente por sus bellas creaciones paréceme hallar, bajo su superficie poética, las mismas anticipadas suposiciones, interés y conclusiones, que reconozco como propios.

     Leer este fragmento me dejó perplejo, el Professor Sigmund Freud, para ese momento mundialmente famoso, fundador de un pensamiento que guiaría las aspiraciones occidentales al menos los siguientes cincuenta años, cuyo desprecio había arrojado ocho años antes a un episodio de psicosis al gran Carl Jung, Pater Auctoritas de un movimiento internacional que le atraía pacientes de todo el mundo, en fin, en el momento en que el psicoanalista había grabado ya su apellido en los muros de la Historia, voltea a ver a Schnitzler, para expresarle, de manera más retórica que en la primera ocasión, su envidia, pues el doble que Freud reconoce, no es el duplicado, sino el doble de la falla narcisista, esa imagen que a todas y todos nos persigue mostrándonos nuestro ser aspiracional aún en las cimas del éxito. Es importante aclarar que si bien las dimensiones de la ciudad de Viena no eran muy amplias, el encuentro no era necesariamente sencillo, puesto que de 1870 a 1910 su población aumentó de 840,000 a 2,000,000 de habitantes, se convirtió en la capital política y cultural de Europa, y la genialidad parecía contagiosa, pulularon grandes pensadores, políticos y artistas que renovaron la cultura occidental, privilegio que conservó hasta la primera guerra mundial, tras la cual se desquebrajó el Imperio Austro-Húngaro, y la capital de Europa pasó a París, focalizando su parcela cultural en el salón literario de  Gertrude Stein.
      Aquel nombre que vi en los créditos de la película de Kubrick correspondía al del gran escritor vienés. Por lo que se deduce de las cartas, la envidia de Freud frente a este narrador, es que mientras él tuvo que recorrer un largo y riguroso camino por las sendas de las ciencias para arribar al psicoanálisis, Schnitzler, sostenido solamente en su intuición de escritor, lograba los mismos resultados. Esto no es del todo cierto, intenso como solía ser, aún en sus años de madurez, Freud parece dejar de lado que Arthur Schnitzler, al igual que él, estudió medicina y fue posteriormente que centró su interés en la escritura. Pero la envidia es un cuchillo que cercena la realidad para retroalimentarse.
      Tras tener conocimiento de todo lo referido en  las líneas previas, no podía no leer una novela de Schnitzler, busqué sus obras en diversas librerías y no conseguí nada. Pasado un tiempo encontré en la mesa de novedades un libro con una etiqueta agregada que con grandes letras anunciaba que era la fuente original de la historia de la película Ojos bien cerrados, y efectivamente el autor era Arthur Schnitzler (1926), y el título del libro fue traducido como Relato soñado, del original Traumnovelle, que significaría algo así como Una historia sobre sueños, si le creemos a los traductores en línea. No dudé ni un instante en adquirirlo y en cuanto pude comparé el título original en alemán con el de La interpretación de los sueños de Freud, Die Traumdeutung, y aunque era totalmente predecible la coincidencia, sentí una intensa satisfacción. Leí la novela y me agradó el hecho de que Kubrick hubiera respetado casi en su totalidad la historia original, trasladándola de la Viena de la tercera década del siglo XX al Nueva York de los noventa.
      Dejo pendiente para la siguiente publicación, el análisis de la novela, buscando la fuente de la envidia de Freud, la cual comprendo, pues la historia es maravillosa, su lectura nos muestra como el sueño histérico complace más que el acto obsesivo, nos lanza a un terreno donde las fronteras entre lo onírico y lo real son borrosas, nos coloca como voyeuristas del escenario donde se representan los bordes que tocaríamos si pudiéramos actuar sin ser reconocidos. En fin, nos encontramos frente a una nueva excepción, una película inspirada en un libro, donde tanto una como el otro son magistrales.