Se cuenta que cada noche
despertaba inquieto, olía su piel, siempre olía su piel, mientras más añeja la
respiraba, menos sonreía, no deseaba producir alegrías que nadie
guardaría. Sólo un motivo lo inspiraba, salir a su jardín a capturar luciérnagas,
con cada luz recolectada sentía de vuelta los días plenos de sentido. La muerte lo acechaba de cerca, lo hacía tropezar para recordarle lo
absurdo de sus andanzas nocturnas.
Él lo sabía, pero aún así sus luciérnagas le traían sosiego, eran su única
esperanza de que morir no sería una tiniebla perpetua, le acompañarían e
iluminarían hasta llegar a la danza fría del universo, donde bailaría al unísono con el Todo. ¿Qué
es la vida sino una sucesión de lucecitas desafiando a la obscuridad? Así
pensaba, aferrándose más a su lámpara de luciérnagas. Una noche sobre el jardín
no voló ningún destello, supo que todo había terminado. Tomó su farol y caminó
hacia el infinito, nadie lo esperaba, las luciérnagas se apagaban una a una,
antes de arribar al abismo lo envolvió la penumbra, en ese instante entendió lo inútil
de recolectar luciérnagas, si las hubiera sólo contemplado ahora no las añoraría.
Pero ya era tarde y él caía.
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