Recuento de una
obsesión: cinco temporadas, sesenta y cinco capítulos, cincuenta y dos horas.
Todo esto en dos semanas. Se dice que siempre hay la oportunidad para una
primera vez, Mad Men lo ha sido para
mí en lo que a series televisivas se refiere. Puede sonar ocioso pero no les
engaño cuando afirmo que aprendí más en esas 52 horas que si hubiera cursado un
diplomado o cualquier dispositivo de educación formal, además con la ventaja de
poder distribuirlas al gusto mientras tuviera los recursos básicos: tiempo,
computadora, audífonos y señal de internet. A lo anterior hay que agregar los
beneficios en cuanto a costos, la renta mensual de Netflix cuesta
aproximadamente 7.6 dólares por mes, un diplomado cuesta en promedio 1000
dólares. En fin, medido en costo-beneficio, Mad
Men se lleva las palmas, el único excedente fueron esas horas de madrugada
que tuve que invertir.
¿Qué aprendí con Mad Men? Sobre historia viva de los años
sesenta del siglo XX en Estados Unidos, relaciones humanas, sistema empresarial,
el origen de la publicidad como la conocemos en la actualidad, adicciones, sexualidad,
género, comunicación, conflictos (de pareja, familiares, en el trabajo,
sociales), en fin, la narrativa y los personajes están magistralmente
estructurados. Dicen mi hermano y mi primo Fernando, que estudia un doctorado
en letras, que las series televisivas han revolucionado las formas narrativas y
le han ganado lugar a la literatura tradicional. Ahora puedo decir que tienen razón,
mi experiencia con Mad Men ha sido
como lo fue mi lectura de Los Miserables
(Víctor Hugo), Crimen y Castigo
(Dostoyevski) o Guerra y Paz (Tolstói), con esa intensa ansiedad por la espera
del siguiente capítulo. La serie inició en 2007 y se ha anunciado su séptima
temporada en 2014.
La serie abre
varias líneas de análisis, pero me ha interesado una en particular, un aspecto
tan obvio que parece no tener la mayor importancia, lo que he denominado
“nuestra otra vida”. Nadie, absolutamente nadie, nos acompaña o puede
acompañarnos en todos los instantes de nuestra vida, aún en las mayores dependencias,
el pensamiento o los sueños se vuelven inaccesibles. Esto es, nadie tiene
nuestra historia completa más que nosotros mismos, aunque estemos muy cercanos
a una o varias personas no hay quien pueda saber todos nuestros actos,
pensamientos, deseos o fantasías. Esto es lo maravilloso y siniestro de la vida
humana, sólo podemos ser legítimamente narrados por nosotros mismos pero al
morir todos esos recovecos históricos mueren con nosotros. Cobran particular
interés los secretos y las complicidades, al paso del tiempo vamos entrelazando
una biografía oculta de la que nadie es testigo en su totalidad, pero también
vamos creando alianzas que se conservan aún en las mayores crisis, eso que se
resguarda “entre nosotros”. Amores, vivencias o negocios están impregnados de
esta complicidad donde quienes participaron acuerdan explícita o implícitamente
guardar silencio y esto no sólo con el objetivo de cuidar una reputación, sino
por la necesidad de sentirnos dueños de nuestras vidas, nuestros recuerdos y
nuestra subjetividad.
En la serie Mad Men, Don Draper representa el
arquetipo del sujeto misterioso, cuyo pasado está pleno de vacíos e
inconsistencias. Lo que le da mayor fuerza es que estos espacios sin letra lo
envuelven constantemente en un halo de dramatismo. Alrededor de él se van tejiendo infinidad de historias
donde predomina lo no dicho, lo oculto, lo que los griegos denominaban lo
obsceno, esto es, aquello que está atrás de la escena que es esencial para su
desarrollo pero no debe ser mostrado. El desfile de personajes maravillosos de Mad Men que van desde los niños hasta
los ancianos, nos muestra que siempre que estamos con otra persona, hay
paralelamente esa otra vida.
Apasionantes e
inquietantes son las raíces de lo que decidimos mantener oculto y lo que
hacemos para lograrlo, representan soplos de libertad, la emancipación de toda
forma de vasallaje. Desde el niño que guarda un secreto hasta el torturado que
no delata a sus compañeros, la “otra vida” es el espacio de nuestra
autenticidad. Esto no está libre de conflictos, para muchas personas reservarse
ciertos aspectos de su historia les resulta muy complicado, en la tradición
católica se instauró el dispositivo de la confesión, precisamente por el poder
del binomio secreto-autonomía, bajo el argumento de “que aunque no lo confieses,
Dios sabe lo que has hecho, pero si lo confiesas igual y eres beneficiario de
su misericordia”, la educación católica condiciona para la culpa y la delación.
Guardar secretos,
la confidencialidad es un acto subversivo en la actualidad, en general, las personas ya no acuden a los confesionarios pero cumplen sus actos de contrición
en las redes sociales. Es por eso que el personaje de Don Draper, más allá de
su atractivo físico y talento, tiene tanto impacto, su capacidad de discreción
es casi sobrehumana, por experiencia propia sabe que lo más importante es lo
que sucede en este momento y que en el instante no necesariamente optamos por
las decisiones más sabias, pero estas decisiones tejen historias y las personas
estamos obsesionadas por dicho tejido, así que tenemos la tendencia a
buscar la relación causa-efecto,
aún con los riesgos que esto implica. Conocemos a una persona y queremos saber
de donde viene, quien ha sido, cuales son sus vínculos, a qué se dedica, y
mientras más claro sea todo esto, nos sentimos más tranquilos con respecto a
esa persona. Pero esto es pura ficción, puesto que todos tenemos esa “otra
vida” que reservamos y ocultamos tras la retórica acerca de lo que “realmente
somos”.
Las resacas contra
la reserva son el chisme y el rumor, que nacen de la inquietud por el
secretismo, nuestro cerebro es narrativo, de ahí nuestra tendencia al cierre de
historias y cuando no tenemos explicación le agregamos lo que creemos, lo que
imaginamos o sospechamos, casi siempre con la peor de las versiones. Aunque
todos tenemos nuestro acervo personal de indecibles, partimos del supuesto de
que quien pondera su información personal seguramente ha hecho algo vergonzoso
o ilegal. También ecualizamos la confianza a la ausencia de secretos, en una
relación íntima esperamos que no haya secretos, lo cual no solamente es
imposible, sino que es poco operativo. Dejemos de lado los actos, imagínense diciéndole
a su pareja absolutamente todas sus fantasías, si fuera así no habría parejas.
Se aplica también con amigas y amigos, nos sentimos excluidos si se guardan
alguna información personal, lo experimentamos como una pérdida de valía en la
vida de dicha persona.
La confianza no
tendría que estar sostenida en la información, además los datos pueden ser
manipulados u omitidos parcial o totalmente, la confianza es un acuerdo de
convivencia entre dos o más personas
donde se asume que cada una de las partes se cuidará de no causar daño a
las otras. Si es una pareja, se acordarán los derechos y los límites en la
relación, en un vínculo profesional habrá colaboración, confidencialidad y
ética, en fin, quizá la lealtad y la confianza son compañeras inseparables.
Cada vínculo tiene su historia y por tanto sus secretos, conservarlos es
mantener el brillo que esa relación tuvo o tiene, según sea el caso. Desear
saber todo sobre otro es buscar su posesión, es una expectativa de fusión.
Mientras escribo
estas líneas hago búsquedas musicales en YouTube, la nube creada por los
algoritmos me trajo vientos con el tema principal de la película El Padrino (The Godfather) y con la música
retornó a mi memoria una frase clásica de Don Vito Corleone, representado
espléndidamente por Marlon Brando: Cada
hombre tiene su propio destino. Así sea.
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