“Flotar es pericia de gases y almas,
misteriosa es la expansión de unos en contraste con la cohesión de las otras”.
Así lo entendía esa conciencia etérea, instantes después
de abandonar el cuerpo que habitó durante años. No transitó por ningún túnel,
no siguió una luz, no le esperaba nadie, tan sólo apareció ahí, aunque el
concepto “ahí” era reducto de su vida corpórea, estaba pero no ocupaba un lugar
y su única medida de tiempo era la secuencia de sus representaciones.
Libre de sensaciones, no veía, no escuchaba,
no olía, no percibía sabores ni registros táctiles. No experimentaba peso ni
movimiento, no tenía volumen, todas las emociones se esfumaron. Era conciencia
absoluta, ser que imposibilitaba la nada.
Su estado era una forma de abstracción blanca,
una entidad conciente pero sin contenidos ni aprendizajes. Así fue hasta la
fragmentación de la eternidad por una manifestación no energética, de súbito la
conciencia se encontró corporeizada rodeada de millares de millones de cuerpos con
la misma perplejidad en el rostro. La confusión fue acallada por una voz que
resonó desde su interior, entre los restos de ese estado previo: “Porque ésta
es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga
vida eterna y que yo le resucite el último día”.
Volvieron las sensaciones, el peso, el
volumen, el movimiento y las emociones. Renegó por la impostura de la
anástasis, tras haber sido conciencia absoluta, la condición humana le resultó
repulsiva.
El Hijo conoció sus pensamientos e
inmisericorde se sacrificó una y otra vez para resucitar y esparcir la creencia
en Él, condenándolo a permanecer confinado a una existencia de rezos y
alabanzas al Padre, cuyo único poder es obstaculizar a los humanos su disolución
en la Totalidad y conservarlos sujetos a su Voluntad de segmentación.
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