lunes, 3 de agosto de 2015

Las pequeñas despedidas


Tras diez días de estar juntos, ayer por la mañana llevé a mi hijo con su mamá, sus vacaciones y la baja en la actividad de mi consultorio, nos permitieron compartir gran parte de esta última semana y media. La despedida constituyó un duelo sucinto, nos abrazamos, nos re-abrazamos, nos abrazamos de nuevo… Le dije que pronto nos veríamos, lo cual no le sirvió de nada a él y tampoco a mí, las promesas y las expectativas son placebos inútiles cuando sientes esa intensa compresión en el pecho, la cual sólo se libera con el paso del tiempo o escribiendo líneas como éstas.
Previendo los señalamientos moral-reduccionistas con respecto a los efectos nocivos de los divorcios, debo aclarar que en ningún momento del día sentí añoranza del pasado y mi hijo tampoco desea volver a los años previos, puesto que los cambios han traído personas a su vida a las cuales quiere profundamente y en otras circunstancias jamás las hubiera conocido. Aclarado el punto, continúo.
Esta congoja que sentimos es producto de la inevitabilidad de estas pequeñas despedidas, mucho se habla de las grandes despedidas, sobre todo en los procesos de muerte, sin embargo, cada día decimos adiós a las personas, a las vivencias, a las cosas y al tiempo mismo. Son dolores fulgurantes, lapsos de ensimismamiento, en los cuales deseamos el siguiente encuentro pero con la certeza de lo dejado en el camino.
Crecí en un conjunto cerrado de seis casas, las circunstancias llevaron a que nos congregáramos familias nucleares con amplias familias extensas, lo que hizo del patio del lugar un espacio de permanente encuentro. Teniendo aproximadamente veinte años, me di a la tarea de hacer una lista de los visitantes que habían circulado a través de los años, llegué al número seiscientos y desistí, porque cada nombre me traía otros nuevos. Quizá el total pudo haber alcanzado los ochocientos, tan sólo de familiares y amigos. Por otro lado, estudié en escuelas muy grandes, a manera de ejemplo, la generación de mi primer año de educación media superior estaba conformada por dieciséis grupos de aproximadamente cincuenta estudiantes cada uno. A lo anterior debo sumar a todas las personas conocidas en mis quince años de práctica psicoterapéutica y trece de docencia, así como otros grupos grandes de referencia a los que he pertenecido. Sin contar con una cifra exacta, calculo que mis vínculos de convivencia, sin considerar los encuentros únicos, han sumado hasta este momento aproximadamente 5,000 personas. Aún así, no me siento especialmente socializador, en comparación con personas que dedican buena parte de su tiempo a estos menesteres. En promedio he conocido 128 personas por cada año de mi vida. Si bien no tengo en estos momentos el impulso a realizar un conteo de las personas con las que actualmente conservo un vínculo directo, es posible que se acerque al 10% de ese total, esto es, 500 personas. La conclusión de toda esta numeralia es la afirmación de que de alguna manera me he despedido de 4,500 personas a través de mi vida. De muchas sin mayor impacto, pero de una buena cantidad con una dosis de malestar que va de ligera  a muy alta.
Lo impresionante de esto es la flexibilidad de nuestro psiquismo, el cual nos permite agregar y desagregar vínculos sin que nuestro equilibrio mental se desestabilice a cada momento. Simultáneamente, logramos lazos tan estrechos con ciertas personas, las cuales ocupan una buena parte de nuestros afectos y tiempo. Pienso en las horas que podría pasar con mi hijo y me parecen interminables,  claro que habría que preguntarle a él su opinión al respecto. Es con esta categoría de personas con las que las pequeñas despedidas tienen una sabor más agridulce. Siempre sentimos que fue un encuentro inconcluso, algo nos faltó decir o expresar, retuvimos muchas de nuestras emociones, dejamos pendientes. Esa sensación no necesariamente está sustentada en situaciones  fácticas, sino son manifestación de micro-duelos por la separación de esos seres, cuya presencia nos complementa y afianza nuestra fuerza de gravedad con la vida.
Pero también sucede con las cosas. Compartiré una vivencia, no pretendo hacer una denuncia de una herida añeja, sino solamente utilizar la experiencia como ejemplo del apego que podemos lograr con algunos objetos. Quizá mi juguete más querido de la niñez fue una réplica del Halcón Milenario, la nave que utiliza Han Solo en la saga de Star Wars. Mi cariño me llevó a jugar incesantemente con él, pero siempre con gran precaución. Esto permitió que al concluir esta etapa, la nave pareciera recién sacada de su caja. Sin embargo, llegó la adolescencia y el Halcón Milenario quedó resguardado varios años en una bodega bajo la escalera, o al menos eso creía. En una ocasión que tuve el deseo de verlo y tocarlo de nuevo, lo busqué por cada recoveco y no lo encontré, al preguntarle a mi madre, ella respondió que se lo había regalado a un niño cuya familia tenía dificultades económicas. La sensación se acercó a lo que acababa de vivir hacía poco en esa época, cuando terminé la relación con una novia y caminaba de regreso a mi casa. Algo muy querido me había sido arrebatado sin posibilidades de retorno. Reproché mucho tiempo a mi madre. Así como imaginaba a mi ex – novia besándose con otro, me representaba al niño jugando sonriente con mi Halcón Milenario. De ese momento a la actualidad me he vuelto más desapegado, tanto con las novias como con las cosas. Así es la vida.
No sucede lo mismo con la reflexión, la lectura, la escritura y el cine. Basta con tener un instante libre para dedicarlo a una de estas actividades. Cada día requiero al menos un breve acercamiento a cada una de ellas. Son como un jardín, el cual tengo que regar, podar y abonar constantemente. En cada ocasión en que concluyo un libro, un escrito o una película, mi vientre se contrae como si me encontrara frente a un ser querido irremediablemente perdido.
    Son las etapas de la vida sazonadas con la personalidad, en mi primera etapa buscaba entretenerme, luego fui tras la seguridad y posteriormente por la pertenencia. Pareciera que voy escalando la famosa pirámide de Maslow en ruta hacia la autorrealización, no sé si en estos momentos podría resumir así mis objetivos, tan sólo puedo afirmar que por mucho tiempo mi obsesión fue comprender, ahora voy entrelazando el entendimiento con la aceptación. Se dice que es de sabios cambiar, considero que hay más sabiduría en aceptar lo que no se puede cambiar, dejar atrás esas batallas de los psico-eficientistas, para concentrarse en aceptar los propios límites, los de los otros y a partir de ahí proponerse cambios no con el objetivo de ser mejor, sino de conectar lo más posible con este inexplicable fenómeno llamado vida. 

2 comentarios:

  1. Me gustó mucho la comparación que hiciste del "apego-desapego" entre "tu ex-novia y tu Halcón milenario" me aprece bastante acertada ( y he de aceptar que me identifiqué jaja) gracias por compartir.
    Hablando de conocer y despedidas, te comparto que me iré a vivir un tiempo al extranjero (A fines de Sept) Espero tengamos oportunidad de vernos ya que fuiste un profesor importante en mi etapa como universitario.
    Que tengas buen inicio de semestre, estamos en contacto aunque sea por aqui. Todo lo mejor.

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    1. Mi Estimado Eli: Nos ponemos de acuerdo, tienes mi correo, envíame un mensaje y nos sincronizamos. Un abrazo,

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