martes, 31 de julio de 2012

Decir la última palabra, el poder en el discurso amoroso según Roland Barthes



De nuevo a escena,
al recurrente guión del quebranto,
donde si gano te pierdo
y si pierdo me increpas.

Tu afán por la última palabra,  
rivaliza con tu mudo placer a ser doblegada.
Mi amor por ti hunde sus raíces
en la tierra media de tus arrebatos.

Continúo por exceso de necedad,
deambular  por tu amor oblicuo
es mi itinerario para no llegar,
pues siempre te encuentro ahí donde no estás.

En tu constante evasión,
olvidas que no se va el que huye sino el que no regresa.
Conserva la última palabra,
mío será el silencio. 

La última palabra, Juan Pablo Brand


La necesidad de este libro se sustenta en la consideración siguiente: el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad.

El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo.

Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes


        Azarosamente, como arriban a la vida muchas de las cosas más sublimes: un inesperado paisaje, las notas de una música lejana, una sonrisa espontánea, la aparición de una bella mujer; así, como resplandor  en una noche despejada, llegó a mis manos el libro Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, el cual escribió tres años antes de unirse a la legión de maestros arrebatados al tiempo por las fauces de la tecnología del transporte. Al igual que Antoni Gaudí y recientemente Theo Angelopoulos, murió atropellado. Al igual que ellos murió en su amada ciudad, circulando por la ruta de su deseo: Gaudí arrollado en Barcelona por un tranvía cuando iba camino a rezar y confesarse, Angelopoulos empujado por una motocicleta policiaca mientras filmaba una película en Atenas y Barthes frente a la Sorbona en París lanzado por una furgoneta de lavandería.  
         Los Fragmentos fueron un éxito editorial, lo cual sorprendió al autor, cuya expectativa era que se venderían solamente quinientos ejemplares. ¿Modestia del filósofo y semiólogo? Difícil sostenerlo, al parecer, era reconocido por su egocentrismo. Quizá la hipótesis enarbolada por algunos de que lo escribió como efecto de un rompimiento amoroso explica la impresión de Barthes al descubrir que un dolor personalísimo era compartido por tantos. El protagonista, o antagonista, según se le vea; es el amoroso, lejano al perfil poetizado  por Jaime Sabines. Mientras el del chiapaneco no salva al amor y se va llorando la hermosa vida, lo único que logra salvar el de Barthes es precisamente el amor y, como Werther, prefiere morir antes que renunciar a la presencia amada.
      Considerando cierto el supuesto del rompimiento amoroso como detonante de los Fragmentos, sería congruente con la definición de su amoroso, puesto que en 1977, Barthes tenía sesenta y dos años, era mundialmente reconocido y aún así se entregaba a las cuitas de la pasión amorosa.
        Organizado alfabéticamente, Fragmentos compila el léxico del amoroso, cada entrada es tan lúcida, honesta y apasionada, que ameritaría un texto (¿metarelato?). Acotando mi deseo, elegí la entrada de Hacer una escena, como pretexto de este texto.
       Inicio con la definición que da Barthes a la Palabra Escena en su Discurso amoroso: La figura apunta a toda “escena” (en el sentido restringido del término) como intercambio de cuestionamientos recíprocos.  En el punto de partida del libro, el autor nos explica su concepto de figura. Retoma la etimología de la palabra Dis-cursus, que significa la acción de correr aquí y allá, son idas y venidas, “andanzas”, “intrigas”. El enamorado no deja de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino por arrebatos del lenguaje… Se puede llamar a estos retazos de discurso figuras. La palabra no debe entenderse en sentido retórico, sino más bien en sentido gimnástico o coreográfico.  Por tanto, la escena  es una coreografía propia de la vida del amoroso, la cual se representa, en palabras de Barthes: Cuando dos sujetos disputan de acuerdo con un intercambio regulado de réplicas y con vistas a tener la “última palabra”, estos dos sujetos están ya casados: la escena es para ellos el ejercicio de un derecho, la práctica de un lenguaje del que son copropietarios; cada uno a su turno dice la escena, lo que quiere decir: jamás tú sin mí, y recíprocamente.
       Para Barthes, la Escena es como la Frase, la cual una vez enunciada nada obliga a detenerla, puesto el núcleo las expansiones son infinitamente renovables. Para permanecer en el contexto amoroso, tomemos un ejemplo de los Fragmentos: Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Ahora lectora, lector, intenta continuar la frase como gustes, si no estas de ánimo, publícala en Facebook o Twitter y espera respuestas, si tampoco te convencen estas opciones, sal a la calle, entra a un bar o sube a un transporte público y compártela con alguien. O suma dos objetivos en una sola acción, llévala al territorio amoroso, recítala a tu pareja e inicia una Escena. Cualquiera de los caminos, puede llevar a un tejido incesante de lenguaje.
        La Escena es una estructura construida por dos sujetos de la cual comparten los derechos de autoría, la figura es una joya semiótica. Cuando dos personas, particularmente las parejas, han convivido por cierto tiempo, suelen reproducir las mismas secuencias de lenguaje, acto y afecto. Hasta en las situaciones más dramáticas, aparecen guiones establecidos. En una pareja donde suele haber violencia, de antemano se espera que escenifiquen violencia;  en una que discute por dinero, es predecible que iniciarán una querella cuando surjan asuntos económicos; así como aquella pareja que debate en una fiesta si bailarán o no, si en otras ocasiones hemos visto que una de las partes convence a la otra de hacerlo, es cuestión de tiempo, seguramente poco, para que veamos al par girando en la pista.
      Para Barthes, una vez iniciada la Escena, sólo puede ser detenida por alguna circunstancia exterior a su estructura, como la fatiga de las dos partes (no basta la fatiga de uno), la llegada de un extraño o la sustitución brusca de la agresión por el deseo, esto es, el tránsito al romance o al erotismo. Agrega Barthes: A reserva de aprovechar estos accidentes, ningún compañero tiene el poder de cortar una escena ¿De qué medios podría disponer yo? ¿El silencio? No haría más que avivar la voluntad de la escena; soy pues llevado a responder para enjugar, para suavizar. ¿El razonamiento? Nadie es de un metal tan puro que deje al otro sin voz. ¿El análisis de la propia escena? Pasar de la escena a la metaescena (dicho sea de paso, este ejercicio es recurrente en la vida privada de l@s psicólog@s, psicoterapeutas y psicoanalistas, en lugar de entrar con pasión a la escena, se ponen (nos ponemos) a analizarla. Ejemplo: “¿Por qué será que siempre discutimos los lunes en la noche?” o “Me hablas como a tu mamá y soy tu…”) no es nunca sino abrir otra escena. ¿La huida?... como el amor, la escena es siempre recíproca. La escena es pues interminable, como el lenguaje.
         Una vez iniciada la escena, si no es interrumpida por las causas antes mencionadas, tendrá que llegar a su destino: la última palabra. La escena por sí misma no tiene ningún sentido, como dice Barthes ninguna progresa hacia un esclarecimiento o una transformación. El sueño de los participantes es lograr en cada ocasión tener la última palabra, enunciarla, concluir es dar un destino a todo lo que se ha dicho, es dominar, poseer, dispensar, asestar el sentido; en el espacio de la palabra, lo que viene al último ocupa un lugar soberano, guardado, de acuerdo con un privilegio regulado, por los profesores, los presidentes, los jueces, los confesores. En fin, la última palabra es poder, por tanto, si se quiere evaluar la distribución del poder en una pareja, basta con calcular la distribución de últimas palabras que emite cada una de las partes. Pero la vía cuantitativa no es contundente, resulta necesario incluir el factor cualitativo, esto es, quien suele decir la última palabra en las discusiones de temas de mayor alcance. Quizá numéricamente una de las partes suma una gran cantidad de últimas palabras, pero ninguna de verdadera relevancia. 
        Roland Barthes agrega otra salida de la Escena, la más subversiva, que es reemplazar la última réplica  por una pirueta incongruente. Para ilustrarlo, cita una de las historias de la tradición del budismo Zen: es lo que hizo ese maestro zen que, por toda respuesta a la solemne pregunta: “¿Quién es Buda?”, se quitó las sandalias, las puso sobre su cabeza y se fue: disolución impecable de la última réplica, dominio del no-dominio.
        Contar con un repertorio de piruetas incongruentes nos puede resultar útil para escapar de algunas Escenas, sin embargo, lo que aplica en los caminos espirituales no necesariamente aplica en los terrenos de la pareja. Si ante la pregunta de ella o él: “¿Dónde estabas?”, ustedes se quitan los zapatos y los ponen sobre su cabeza, quizá terminen golpead@s por esos mismos zapatos o internad@s en una clínica de adicciones o un hospital psiquiátrico. Gajes de vivir en sociedades regidas por criterios de hipernormalidad.
          Contraviniendo la mítica expresión de Rimbaud Yo es otro, para Barthes, el drama del amoroso es todo lo contrario: es causa de convertirme en un sujeto, de no poder sustraerme a serlo, que me vuelvo loco. Yo no soy otro: es lo que compruebo con pavor. Estamos sujetos a nuestras Escenas, difícilmente podemos modificarlas, forman parte de nuestros repertorios de pareja, si una de las partes se desvía hacia el hartazgo de las Escenas, la pareja se verá amenazada por una fuerte crisis, de la que posiblemente solamente podrán emerger con la disolución de la pareja. Este final no necesariamente es el peor, sobre todo cuando las Escenas implican daños para una de las partes, para las dos partes o para terceros, como en los casos en que los hijos se ven implicados.
       Terminaré con puntos suspensivos, aunque decir la última palabra es un privilegio de quien escribe, es de madrugada y mi ánimo de empoderarme es casi nulo
 


martes, 3 de julio de 2012

En la escena del perdón


¿A dónde va tu mirada Immaculee?
El baño de un metro cuadrado;
siete mujeres callan, comen, orinan, defecan, menstrúan… contienen las ganas de matar.
Noventa días encerradas cuerpo a cuerpo, ahogadas por el clima de Ruanda.
Si creo en la cordura es sólo por ti Immaculee,
que con treinta kilos y la visión de toda tu familia asesinada decidiste seguir viviendo.
¿Es posible el perdón Immaculee?
Tu historia invalida mis intentos por responder.
Mis certezas judeo-cristianas,
mi confortable lugar desde el cual perdono para purificarme y ser feliz,
me parecen ahora inhóspitos.
¿Cómo vivir con tus recuerdos Immaculee?
“Si hubiera tenido una bomba atómica, la habría lanzado sobre Ruanda para matar a todos en esta tierra tonta y llena de odio”.
Así era tu sentir, pero al salir no mataste a nadie.
Me dueles Immaculee,
ya no sé que hacer con esta ira de burgués resentido,
con la inercia al olvido de este entorno imperturbable.
La memoria es tu fortaleza,
frente al  asesino de tu padre,
aún con licencia para escupirle, patearlo y matarlo;
sentiste compasión, hiciste tuyo su dolor y le perdonaste,
no como un acto de limpieza catártica,
sino sembrando el germen de una convicción,
recordar para dar testimonio del horror,
recordar para no olvidar tu decisión de no participar de la destrucción.

Sucinto homenaje a Immaculee Ilibagiza, sobreviviente del genocidio en Ruanda.
Juan Pablo Brand Barajas

Vivimos en la escena mundial del perdón (Valcárcel, 2010), testigos directos o virtuales de horrores de la especie humana, pareciera que preservamos solamente el consuelo de mirar al firmamento y decir “Perdónalos porque no saben lo que hacen”, cuando lo dramático es que los crueles, los torturadores, los genocidas, los golpeadores, los maltratadores, los violadores… saben con precisión lo que hacen. La filósofa española Amelia Valcárcel en su  libro La memoria y el perdón y la productora y directora Helen Whitney en su libro publicado este año,  El Perdón. Tiempo para amar, tiempo para odiar, citan diversas voces que coinciden al decir que en la actualidad se ha trivializado el uso de la palabra “Perdón”. En medio de “sentimentalismo, de reverencia silenciosa y de lealtad new age acrítica”, la palabra ha derivado en un uso de cortesía o un recurso para evadir responsabilidad, al pedir perdón forzamos al otro a perdonar y lográndolo nuestros actos o palabras parecen borrarse, alcanzando la tan ansiada “pureza”, tan buscada en el cuerpo, el espíritu, los espacios y las relaciones. La pureza es indicadora de salud, por tanto, el enfermo es el impuro, quien sufre algún mal, manifiesta su mácula, seguramente hizo algo que le quitó la salud, pudo haber sido en esta vida, en otras pasadas o como consecuencia de alguna impureza en su árbol genealógico. De este razonamiento deriva de que “perdonar cura”, mientras que la memoria enferma, a quien recuerda se le denomina “rencoroso” y se le considera como un cáncer que se carcome a sí mismo y en su descomposición libera una fetidez que incomoda a los “puros”.
Whitney nos lleva por un largo recorrido de testimonios. Inicia con la microesfera humana: una comunidad menonita de Pensilvania donde fueron asesinadas cinco niñas en el 2006 por un sujeto atormentado por su ira hacia Dios, Judith Shaw-McKnight quien fue contagiada de VIH por su pareja que no tuvo el detalle de informarle que era portador del virus, un matrimonio que continuo tras la revelación de más de veinte años de infidelidades del esposo, Terri Jentz quien a sus 19 años fue mutilada a hachazos por un irascible vaquero, en fin, personas debatiendo sobre las posibilidades del perdón en la vida privada. La segunda parte aborda las culpas y el perdón colectivo, las experiencias sociales de la Comisiones de la Verdad y la Reconciliación, en particular la de Sudáfrica, creada tras el fin del apartheid. La penitencia alemana por el Holocausto, desde el arrodillamiento  en 1970 del canciller de la Alemania Occidental, Willy Brandt, frente al monumento a las víctimas del Gueto de Varsovia, hasta nuestros días. Finalmente las gacacas, inspiradas en un sistema judicial de usos y costumbres, como espacio de reconciliación en Ruanda, tras el genocidio. 
       Sumando el contenido de entrevistas a víctimas, especialistas, defensores de derechos humanos y representantes de cultos religiosos; Helen Whitney llega a la siguiente conclusión: “Perdonar, o no perdonar, es una decisión que se toma en el centro de la humanidad que compartimos”. El enunciado condensa algunas ideas que considero de primer orden para tratar el tema del perdón. “Es una decisión”, recordatorio para los  adictos al perdón, que lo ofrecen hasta a la cobra que mató a la inquietante Cleopatra. Muchos psicoterapeutas, corroborando el juicio de Michel Foucault, han hecho de sus consultorios los neo-confesionarios, donde las personas tras un acto de contrición construido con las interpretaciones o intervenciones de los especialistas, piden la absolución o escuchan entre lágrimas los dictados de su psicoterapeuta: “perdona a tu padre”, “perdona a tu madre” o el más impactante que es “perdónate”. Es la ontología de la deuda de la que habla Amelia Valcárcel, que se sustenta en la creencia de que existe una entidad superior a la cual se le puede solicitar el perdón y ésta lo concede de acuerdo a sus inescrutables juicios: “perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El riesgo del perdón, es colocarse en una posición de superioridad moral desde la cual se libera a los “culpables” de sus deudas. Se afirma constantemente “X debería pedir perdón…”, en el momento en que el perdón se hace deber deja de ser perdón. Para Derrida, el perdón es tal, sólo si es incondicional, sin coartada, sin una finalidad más allá del perdón mismo. Lo cual complica las cosas, pues la fantasía recurrente es que el perdón puede redimir al otro, puede traer un nuevo orden o recuperar el perdido, puede traer la paz… supuestos que no suelen cumplirse.
       La segunda parte del enunciado de Whitney es que la decisión de perdonar se toma “en el centro de la humanidad que compartimos”. Sólo en los seres humanos existe el perdón. Hace unas pocas noches fui testigo, junto con unos amigos, de cómo un perro huía de su dueño en un parque, tras los esfuerzos de varios voluntarios espontáneos, impulsados por el desesperado llamado de un hombre sexagenario, el canino retorno y el dueño mostró su descontento golpeándolo con la correa y solicitándole arrepentimiento, ante el esperado silencio del perro, él dictó un código de recto comportamiento para perros, contrastando el inadecuado actuar del prófugo con la conducta deseable del otro perro del señor. Dudo de cualquier impulso de expiación del perro, también dudo que ante el maltrato de su dueño el perro procesara argumentos para perdonarlo, me parece que su huída y posterior mirada y comportamiento denotaban la expresión de una emoción compartida por animales humanos y no humanos: el miedo. Difícilmente un animal que lastima o mata a otro por defenderse, experimentará algo cercano a la culpa, ni tampoco el lastimado expresará su perdón al atacante. En este sentido, Valcárcel hace una pertinente cita del etólogo Konrad Lorenz, quien desde la contundencia científica afirma que tratar al prójimo como a nosotros mismos “no se nos habría ocurrido jamás por inclinación natural”. Esto es, perdonar, implica romper con nuestro programa genético, de ahí el esfuerzo de lograrlo. Agrega Valcárcel: “Los seres humanos, en tanto que animales sociales, son a lo sumo capaces de guardar fidelidad y perdonar las ofensas dentro de un grupo bastante reducido”. Por tanto,  personajes como Gandhi, Nelson Mandela o recientemente en México, Javier Sicilia, son seres totalmente anti-natura.
       La autora antes citada pone en la palestra de la discusión, el tema de la memoria asociada al perdón.  Cita una controvertida afirmación de Jacques Ellul “el mundo lo perdona todo cuando se triunfa”, agregando que el nazismo es horrible “porque ha sido vencido”. Fuertes y contundentes palabras que nos llevan a una profunda reflexión sobre el lugar desde donde perdonamos, nos invita a una revisión de nuestros perdones durante la vida, tras la cual quizá descubramos que perdonamos principalmente en situaciones donde por alguna razón quedamos en una posición de desventaja. Esto es, perdonamos para quitarnos de encima decepciones, malos tratos, descrédito, en fin, perdonamos para olvidar. Mientras disfrutamos con creces historias de triunfadoras y triunfadores que conservan la memoria y una vez alcanzado el éxito o el poder cobran venganza de quienes les hicieron daño.
        Para Valcárcel todos pertenecemos a la estirpe de Caín, para ella, ningún ser humano “obra mal” sin saber que lo está haciendo. Todos portamos la marca de al menos un mal hecho con premeditación en algún momento de nuestras vidas, de ahí que desconfíe del ser humano individual como detentor del poder para repartir culpas y perdones. Considera que conciente de la marca, el ser humano debe intentar “por los medios que razonablemente posee, evitar que se propague” y el mejor medio serían instancias supraindividuales “que nos reaseguren de cuentas, saldos y perdones”. Es decir, Valcárcel coincidiría con la creación de estructuras como las Comisiones de la Verdad y la Reconciliación, donde las partes implicadas presentan sus argumentos y son representantes de la  sociedad quienes emiten un veredicto o el perdón.
      El tema es de una gran complejidad, coincido con Whitney cuando afirma que el perdón es uno de esos temas asociados al “dolor de relacionarnos”, las vinculaciones humanas tienen tanto de amor como de dolor, para conservar uno o curar al otro, forzamos nuestra naturaleza a humanizarse  a cada momento. Desde mi perspectiva, uno de los grandes errores, sobre todo en la Modernidad, es obviar nuestra humanidad. No está dada, la debemos afirmar a cada instante, lo cual requiere de una convicción por la convivencia y el bien común. De ahí, que perdonar, sin coartada, sea uno de los actos con mayor aroma humano.

viernes, 22 de junio de 2012

Vuelo nocturno: la acción como sentido en una obra de Antoine de Saint-Exupéry


No pedimos ser eternos; pedimos tan sólo no ver que los actos y las cosas pierden de repente su sentido. El vacío que nos envuelve, se hace entonces patente... Y he aquí por dónde se introduce en nosotros la muerte: esos mensajes que carecen ya de sentido.

Reflexión de Rivière en Vuelo nocturno

Antoine de Saint-Exupéry, de la estirpe de los primogénitos del siglo XX, nació en Lyon (Francia) el 29 de junio de 1900, en una familia de antiguo abolengo provincial. Huérfano temprano de padre, creció en el Castillo de Saint-Maurice-de-Rémens rodeado de mujeres: madre, hermanas, tías, primas, nanas e institutrices. Sus estudios con los jesuitas y posteriormente con los maristas, lo llevaron al ámbito contrastante en un tiempo donde los géneros se construían entre rígidos cercos culturales.
Tras sus estudios de arquitectura, realizó su servicio militar, en cuyo ejercicio encontró la pasión que lo atrapará por el resto de sus días, la aviación. Realizó su primer vuelo en solitario el 9 de julio de 1921, pero ya desde los doce años había sido un viajero de los vientos en compañía de un piloto. No es ocioso recordar que es el tiempo de los inicios de la aviación, sin embargo, Saint-Exupéry, será beneficiario de las estrategias de vuelo innovadas durante la Primera Guerra Mundial, donde personajes como el mítico Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, lograron grandes hazañas en el aire y llevaron el manejo de aviones de una rústica técnica al arte de enfrentar fuerzas de la naturaleza y fuerzas humanas.
Se une a la pionera empresa de correo aéreo Aéropostale, fundada en 1918. En 1928 es nombrado director de la compañía en el área del desierto del Sahara donde vivió en una casa de madera y durmió en un colchón de paja. Afirmaba que nunca había amado tanto su casa como cuando vivió en el desierto, el encanto no disminuyó cuando en 1935 cayó junto con su operador en medio de este desierto y tras días vagando bajo un sol que casi les arrebata la vida, fueron rescatados por un beduino.
Lo anterior es solamente un antecedente para llegar al punto biográfico del autor en el cual se encuentran los motivos de su inspiración para escribir Vuelo nocturno. En 1929 se traslada a Buenos Aires como director de Aeroposta Argentina. En esta ciudad desarrolló su labor como director, escribió y conoció a la que sería su esposa hasta su muerte, la salvadoreña Consuelo Gómez Carrillo. Nacida Consuelo Suncín, tomó como propios los apellidos de su segundo esposo, el diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carillo, del que también heredó una gran fortuna y que la hizo viuda por segunda vez, pues ya había perdido a su primer esposo, un mexicano radicado en San Francisco que murió en un accidente de ferrocarril. Escritora y artista, amó y sufrió a Saint-Exupéry por quince años, no solamente por sus constantes ausencias propias de los pilotos aviadores, sino por el gusto del francés por las aventuras extramaritales. Se cuenta que la preciada rosa del libro de El Principito, publicado por el escritor en 1943, representa a Consuelo y al amor tornadizo que Saint-Exupéry sentía por ella.  En sus Memorias de la rosa, Consuelo escribió sobre Antoine: “El no era como las otras personas, era como un niño o un ángel que ha caído del cielo”. Quizá el ser amado por tantas damas en su infancia le permitió conservar en su vida adulta esa condición inocente e infantil tan atractiva para tantas mujeres que para amar a un hombre deben sentir que lo cuidan; además, su encanto, talento, espíritu aventurero y posición social, debieron dificultar la exclusividad al atraer tantas miradas fascinadas. Lo cierto es que quien se mueve constantemente crea mayor deseo en los otros, aparenta estar viviendo más y despierta en los sedentarios la  impresión de que su vida es aburrida, pero es solamente un efecto de la relatividad, pues se evalúa el movimiento de los demás a partir del propio movimiento, por tanto, el punto no es que el otro viva más, sino que el observador siente que está viviendo menos. Hay personas que consideran “vivir” a la acumulación de contenidos: conocimientos, experiencias, sensaciones, bienes, etc. Conciben el tiempo como un referente para optimizar la acumulación, por tanto, su prioridad es la acción. Hay quienes visualizan la vida como un trayecto, de ahí que el tiempo no sea el referente principal, sino solamente una condición de la existencia y es la reflexión su medio de realización. Saint-Exupéry, al menos en la flor de sus treinta, pertenecía al primer grupo, lo cual refleja en su novela  Vuelo nocturno.
Fabien a bordo de su avión inaugura el texto, lo que hace pensar en que será el protagonista y la tempestad su antagonista, al avanzar línea tras línea, Rivière, quien ocupa el puesto que el mismo Saint-Exupéry ocupaba en Aeroposta Argentina, va cobrando fuerza, alzándose como el héroe, quien encabeza una batalla, imponer la acción humana por encima de las fuerzas de natura, con la finalidad de economizar tiempo, nuestro personaje crea una red de vuelos nocturnos para agilizar el servicio postal: De esta manera los tres aviones postales de Patagonia, de Chile y de Paraguay regresaban del Sur, del Oeste y del Norte hacia Buenos Aires. Allí se esperaba su cargamento, para dar salida, hacia medianoche, al avión de Europa.
A sus cincuenta años, Rivière ha logrado la templanza necesaria para coordinar operaciones complejas, dando prioridad al cumplimiento de las acciones, evalúa su vida a partir de experiencias exitosas. La edad y la rutina en ocasiones le imponen destellos de sabiduría, las cuestiones alrededor de la vida lo atrapan temporalmente, pero las desecha como distractores en el cumplimiento de los objetivos, lo único que concibe valioso entre acción y acción, es la planeación misma de las acciones:

Rivière, responsable de toda la red, paseaba a lo largo de la pista de aterrizaje de Buenos Aires…. Se asombró de reflexionar sobre problemas que jamás se había planteado. Y, no obstante, volvía hacia él, con melancólico murmullo, la suma de deleites que siempre había eludido: un océano perdido. «¿Tan cerca está, pues, todo eso...?» Se dio cuenta de que, poco a poco, había aplazado para la vejez, para «cuando tuviera tiempo», lo que hace agradable la vida de los hombres. Como si realmente un día se pudiese tener tiempo, como si se ganase, al fin de la vida, esta paz venturosa que todo el mundo se imagina. Pero la paz no existe. Tal vez no existe siquiera la victoria. No existe la llegada definitiva de todos los correos.
 
       La gente de acción visualiza el descanso como su meta, la cual justifica los esfuerzos cotidianos, sin embargo, Rivière emerge del universo literario para mostrarnos el fin de la senda: la paz no existe y probablemente la victoria tampoco. Quien se enfoca en contenidos, requiere permanentemente de encontrar y llenar continentes, el vacío les resulta insoportable. Su mayor temor es que sus acciones no tengan sentido, que no exista nada que contabilizar, más es mejor.
Rivière valora a las personas a partir de su capacidad para concretar acciones, sin importar mucho sus talentos o sus proyectos personales. Un sistema impersonal requerirá siempre de un reglamento, la gran legislación de los procesos, el libro sagrado de las acciones. Rivière afirma:  El reglamento es como los ritos de una religión, que parecen absurdos pero forman a los hombres. La inteligencia es un peligro, inspira preguntas, lleva al cuestionamiento y por tanto a la subversión. El apego a las ordenes, a los procesos y al reglamento son los rasgos más valorados, esto lleva al protagonista a elaborar el siguiente juicio sobre el inspector Robineau: No es muy inteligente; por eso presta grandes servicios.
       El amor es riesgoso, amar implica tiempo, limita la acción y por tanto la acumulación: Amar, amar únicamente, ¡qué callejón sin salida! La prueba en contra del amor, es que mucha gente ha vivido sin él pero no ha nacido quien pueda afirmar que ha vivido sin tiempo. Rivière, queriendo encontrar un interlocutor ante su indiferencia frente al amor, dialoga con el contramaestre Leroux:

− ¿Se ha ocupado usted mucho del amor en su vida, Leroux?
− ¡Oh!, el amor, sabe usted, señor director...
− Sí, a usted le ha pasado lo que a mí; nunca ha tenido tiempo.
− Muy poco, ciertamente...
Rivière escuchaba el sonido de esa voz, para saber si la respuesta era amarga; pero no lo era. Este hombre experimentaba, vuelto hacia su vida pasada, el tranquilo contento del carpintero que acaba de cepillar una hermosa tabla: «Hela aquí. Ya está hecha.» «Hela aquí – pensaba Rivière -, mi vida está hecha.» Rechazó los pensamientos tristes que en él despertaba la fatiga, y se dirigió hacia el cobertizo, pues el avión de Chile zumbaba ya en el aire.

        Una falla aparece en su sistema, el avión que viaja desde la Patagonia, el que pilotea Fabien, se ha perdido, tras largas horas de localización, el diagnóstico de la situación es implacable, todo en la atmósfera circundante es tormenta, queda combustible para media hora de vuelo y el primer oasis para aterrizar posiblemente se encuentre a más de mil kilómetros. Ante esta crítica situación un temor merodea a Rivière, que aparezcan los elementos efectivos del drama, esos que tanto estorban al momento de intentar salvar a los hombres, ese llanto y desesperación de la esposa de Fabien que intenta eludir, pero no resulta posible. Su mayor preocupación, no es la vida del piloto, sino que sean cuestionados los vuelos nocturnos, se cancelen y disminuya la velocidad del servicio de la empresa.
       Un recuerdo de la infancia retorna a la memoria de Rivière, el vaciamiento de un estanque para buscar un cuerpo. La imagen del cadáver lo persigue, quizá por su estática. Para él, la vida no es problema, es la muerte lo que lo inquieta, es un límite a la acción: La vida se contradice tanto, que uno se las arregla como puede con la vida... Pero perdurar, crear, cambiar el cuerpo perecedero.  Atrapado en las redes de la reflexión, las que tanto le desagradan, un pensamiento hace presencia como una iluminación, la gran certeza de quien ve en la muerte el fin de la existencia, la raíz de toda serenidad y de todas sus angustias: Lo que tu persigues muere contigo. A partir de este planteamiento, somos un deseo retroalimentándose a sí mismo, somos la causa de nuestras propias causas, somos el fin de nuestros propios fines. Frente a este vacío, la acción se convierte en islote de sentido:

El objetivo, tal vez, nada justifica, pero la acción libera de la muerte. Esos hombres perduraban a causa de su navío¿Victoria? ¿Derrota...? Estas palabras carecen de significación. La vida está por debajo de esas imágenes y prepara ya otras nuevas. Una victoria debilita a un pueblo, una derrota despierta otro. La derrota que ha sufrido Rivière es tal vez una enseñanza que aproxima la verdadera victoria. Sólo importa el acontecimiento en marcha.

       Sólo importa el acontecimiento en marcha… Es la conclusión de Rivière, la cual deja más preguntas que respuestas: ¿hasta dónde se justifica la renuncia al bienestar individual con el objetivo de buscar el bien común?, ¿todo sistema social requiere de víctimas humanas para funcionar?, ¿es la domesticación de las emociones un gran logro de la modernidad?, ¿es la acción la mayor fuente de sentido en la vida humana?, ¿la inteligencia y el talento obstaculizan las tareas compartidas?, ¿la eficacia se impone sobre la biografía, esto es, no importa quien eres ni de donde vienes sino lo que sabes hacer?
        Vuelo nocturno, nos lanza al gran debate que ha ocupado a numerosos filósofos desde la mitad del siglo XIX, trascendencia vs. inmanencia, o lo que es lo mismo, ¿debemos buscar el sentido en algo diferente a nosotros mismos o debemos orientarnos por guías personales? Resulta difícil engranar las dos, considero que una de las fuentes de ansiedad en la actualidad es que las personas buscan trascender siendo ellas mismas, sueñan con diseminar su yo como mensaje viral, inspiradas (¿engañadas?) por un incesante desfile de personajes, que a través de conferencias, libros o artículos, afirman haberlo logrado. Prefiero permanecer en el lugar de la sospecha, creo que hay muchas personas pertenecientes a la “extraña raza de gente” de la que habla Emile Gauvreau: que pasa su vida haciendo cosas que detesta, para ganar dinero que no quiere, para comprar cosas que no necesita, para impresionar a gente que le desagrada.


martes, 5 de junio de 2012

De donde no se vuelve


Me muevo hacia delante para atrapar mi propio tiempo
y el tiempo va siempre hacia atrás…
De donde no se vuelve.

Alberto García-Alix

       Es cuatro de abril del año dos mil doce, recorro el andador Macedonio Alcalá, puente entre dos centros de ascensión espiritual, vena que une la Catedral de la ciudad con el Templo de Santo Domingo. Colores, olores y sabores vuelan hasta los sentidos, recuerdan al visitante que si la diversidad tuviera un hogar se localizaría en Oaxaca. El sol amenaza con hervir el pavimento y abrasar la piel, en un orden que sólo natura puede imponer, los caminantes nos organizamos sobre una estrecha franja de sombra como hormigas en dirección al nido.
Rastreo sin buscar, el impulso me lleva al Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO), aunque me remite a su similar en Monterrey, las dimensiones del sureño son tan sólo una escala del norteño, pero el recuerdo de haber sido sorprendido por la obra de Julio Galán en la tierra regiomontana me hace pensar en la oportunidad de ser atrapado nuevamente por una obra. Las primeras salas me hacen sentir como en esos espacios necesarios de un museo de arte, una obra temática pero lejana a las entrañas de lo humano. Recibo un obsequio de una pared de un patio interior, una frase del oaxaqueño Rufino Tamayo: “No quiero retratar el árbol o el hombre, sino rehacerlos, ‘recrearlos’. Para mí esta es la función del arte. Y esta recreación se hace por medio de la poesía”. Con esperanza renovada subo unas escaleras donde me encuentro con una sala de video donde se proyecta una especie de documental del fotógrafo Alberto García-Alix. Temeroso ingreso al ala obscura, experimento resistencia frente a obras artísticas donde el creador parece dirigirse a especialistas, asumiendo que el espectador conoce toda la historia del arte occidental y desde ese lugar de privilegio tendrá el honor de entender su propuesta.
Encuentro un desfile de video y fotografías en blanco y negro, contextualizadas por  la narración de una voz rasposa al estilo Joaquín Sabina, ese peculiar sonido que emana de gargantas donde el alcohol y el tabaco han hecho surco.  No es el buen Sabina, es el mismo García-Alix quien sigue un guión que él mismo ha escrito, al cual llamó De donde no se vuelve. La circulación de 200 fotografías capturadas entre los años 1976 a 2008 sumada a la locución de un sobreviviente de la batalla de las jeringas, me hipnotiza, un híbrido se apodera de mi pecho, donde danzan abrazados la fascinación y el espanto, los rostros tan vivos y altaneros de yonkis que se eternizaron en la juventud, momificados por lo que el mismo García-Alix llama los excesos del pasado:

Vapores de opio donde el tiempo es sombra.
Vapores de opio sueñan letras chinas. Vapores de opio sueñan letras chinas.
Morfina…
Pentazocina. Palfium. Dolantina. Pentapón. Sosegón…
Pentazocina. Palfium. Dolantina. Pentapón. Sosegón…
Ampollas de clorhidrato mórfico… Ampollas de clorhidrato mórfico…
Heroína… Heroína…
El limbo que antecede al infierno. El limbo que antecede al infierno.
El fracaso narcotizado no duele, tampoco el miedo…
Carlitos Gardel en cucharilla de plata…
¡Hay que bailar! Y eso hicimos la mayoría de la pandilla
Tere y yo, Willy, Fernando, Rosa, Chito y Magui, Manolo…
Como en un homenaje, se nombra a las caídas y los caídos por las flechas de heroína, miro las imágenes como si frente a mí se encontrara el anuario de un panteón: “Por favor, sonrían, graduados de la vida, generación 1980”.
El primero en morir fue mi hermano Willy y la primera en nacer
fue su hija Nuria.
Una lección magistral de vida.
Teresa estaba convencida de que éramos jóvenes con alma de héroe
y Fernando decía que vivíamos desencajados en un estrato marginal.
Mi única disciplina era la misma que hoy: hacer fotos.
Los amigos de aquellos días y nuestra común odisea, congelados.
Éramos jóvenes. Ingenuos. Irreverentes. Inquietos. Agitadores… Creativos…
Larga vida al Rock ‘n’ Roll!
Pero, para muchos de nosotros, nuestro error fue que nuestra mística
estaba anclada a una épica destructiva.
En esta luz que anestesia el remordimiento, renace el deseo...
Si pudiese me daba un homenaje.
Por matar el miedo soy capaz…
Capaz de cualquier delito.

     Nuestro error fue que nuestra mística estaba anclada en un épica destructiva… Describiendo a jóvenes de hace más treinta años, la frase podrían apropiársela muchos jóvenes de la actualidad, es un enunciado para un domingo, las generaciones noveles han abandonado los confesionarios como sitio expiatorio, ahora cumplen su acto de contrición en sus habitaciones, enterrados en sus camas, “crudeando” o luchando contra los espectros de una noche de anfetaminas, sedientos de serotonina, escarban entre sus drogas suaves para matar el miedo y no ser arrastrados por el pánico o la depresión.
       Educados para recorrer líneas, caminamos desde la infancia impulsados por la idea de avanzar, de ir hacia delante, del progreso. Es nuestra mentira más valorada, diariamente nos imponemos el reto de “mejorar”, lavamos y enceramos nuestra carrocería para lanzarnos a la vorágine donde miles o millones, depende donde vivamos, se mueven bajo el mismo precepto. En cada esquina encontramos a los nuevos profetas, quienes proclaman la felicidad afirmando que quien no es feliz es culpable de su condición, pues la alegría es tan abundante como el aire que respiramos, por tanto, basta desear la felicidad para que ésta llegue a nosotros y nos impregne como el más denso perfume. De ahí que andemos disfrazados de optimismo, complementando nuestro atuendo con amuletos contra “la mala vibra”, contra esos “otros” que no han verificado su emisión de contaminantes y amenazan con obstruir nuestro proceso de “atracción” de las energías positivas.
Detrás de este primer plano se despliega la condición humana, ese universo al cual la piel hace frontera, donde hierve la subjetividad combatiendo a cada instante para intentar engranar sus fuerzas con ese afuera, esa realidad plagada de estímulos, riesgos y otros cuerpos con su respectiva subjetividad. La conciencia de nosotros mismos, es un don paradójico obsequiado por la evolución, saber que estamos, pero sobre todo saber que somos, nos motiva a desear que de ese ser emanen formaciones, creaciones que nos confirmen o que impacten en los otros. Pero la misma conciencia nos lleva a  visualizar nuestra finitud, a ubicarnos en pasado y futuro, sumados a un presente que se nos escapa perpetuamente. Nuestra relación con el tiempo nos empuja a la obsesión por vivir, haciendo de la vida algo extraordinario cuando en realidad es algo dado, a diferencia de los animales no humanos, nosotros condicionamos la existencia a ciertos criterios que nos llevan a calificarla de buena o mala.
Síntoma de la aspiración a la felicidad perpetua, los yonkis mutan en happy face, se burlan del esfuerzo, hacen de su limbo un Parnaso, seducen a musas inventadas por ellos, ensoñando una vida asombrosa, pero el tiempo les muestra su creación, un cráter tallado por su girar sobre sí mismos:

Fernando, la noche que murió, mirándome fijamente, dijo:
«Respirar… Un día más.»«Respirar… Un día más»…
Fernando decía que lo que aprendió en sus últimos diez años de vida cabía
en una caja de cerillas.

Ahogado en drogas, angustia y paranoia; solo, no por voluntad, sino por la extinción de su mundo, García-Alix se curó en el encuentro:

Mordí el corazón de un pájaro…
Pero mi alma mira. Mira hacia delante.
Se busca a sí misma. Se busca a sí misma.
Hoy con Laoda y mañana en otros ojos.
La magia de la vida es el encuentro.
El encuentro nos mueve. Nos posiciona… Nos acerca.

       Sus fotografías congelaron el tiempo, pudo ser dios de manera intermitente, en los momentos donde el disparo de su cámara abría su ojo para  alojar la memoria. García-Alix, abandona la mística de la épica destructiva para entregarse al éxtasis de las luces y sombras, a la mística de la imagen, la cual es aún ficticia, pero es más tangible y duradera que los arrebatos por heroína. Las siguientes líneas de Alberto García-Alix, son las que acompañan el último acto de su video, es una cita extensa, pero fragmentar el texto implicaría romper su maravilloso ritmo, sería negarle a la lectora o al lector de este escrito, arribar Al otro lado de la vida… De donde no se vuelve por la vía construida por el fotógrafo, quien nos obsequia estas explosiones de subjetividad y nos invita a pensar en nuestra propia vida, a inventariar las fotografías que nos llevan  una y otra vez adonde no volvemos, a los momentos en que habitamos  cavernas, a periodos sórdidos donde hicimos de la autodestrucción nuestra mística y del dolor nuestra ceremonia sagrada. Regresar a ese otro lado de la vida, simplemente para sonreír por sabernos todavía vivos y ponernos menos serios pues hagamos lo que hagamos, nuestros retratos serán en cien años, como dice García-Alix, los de un cadáver.    
       Recomiendo acompañar la lectura con la pieza Like a dream del genial Zbigniew Preisner: http://www.youtube.com/watch?v=PA97WPmdJZY


No puedo tener una mirada inocente. Mi intención nunca es honesta.
Es maliciosa. Es maliciosa.
Recojo ecos vivos de lo que vieron mis ojos.
Recojo ecos vivos de lo que vieron mis ojos.
Poseer presencias me excita. Me alimenta.
En esos momentos ni yo me conozco.
Fotografío lo vivo como ya muerto, con la intencionalidad de un forense y…Fotografío lo vivo como ya muerto, con la intencionalidad de un forense y…
¡Ahí te quiero ver! No es fácil.¡Ahí te quiero ver! No es fácil.
Un juego masoquista, atrapar mi suspiro en la foto.
La fotografía se asienta en la fe de lo que es visible. La fotografía se asienta en la fe de lo que es visible.
Por tanto, el suspiro no puede verse pero fotografiar me obliga a encontrarlo. Por tanto, el suspiro no puede verse pero fotografiar me obliga a encontrarlo.
A multiplicar lo que miro. A multiplicar lo que miro.
Jugar con el exceso de ver y de verme…
Delimito el espacio.
Decido el cómo y el dónde mirar. Decido el cómo y el dónde mirar.
Mirar por la cámara protegiéndome y encerrándome por fin en mí mismo.
Tras la cámara me convierto en un cíclope.
Un único ojo anhelante. Un único ojo anhelante.
La toma fotográfica me lleva al trance…
¡Ah! ¡Cazar el momento!
Apropiarme de ese algo más que busco…
Apropiarme de ese algo más que busco…
¡Poseer…!¡Poseer…!
Sí, poseer con malicia. Intencionadamente.
Me muevo en la noche intentando iluminar mi sombra.
Si ayer fotografiaba silencios, hoy fotografío mi propia voz.
Este viaje tejido sobre una memoria de luces, destellos, ilusiones ópticas,
persigue una revelación.
Un puente.
Un puente sobre el abismo. Un renacer constante.
El aliento.
Una vez más una convulsión me agita…
La tensión de un anhelo eternamente insatisfecho conduce mis ojos.
Los detiene…
Sombras rotas… Letras chinas…
Fundido en ellas redimo los reproches del destino…
Me consuelo…
Un ajuste de cuentas: 214 x 1 = 317.
Camino bajo farolillos rojos...
Nietzsche dijo que no hay mundo sin espejo.
Un espejo para desnudar el alma.
La escenografía visible de un sentimiento al compás de mis emociones.
Hoy tengo la conciencia de que una forma de ver es una forma de ser.
Soy fotógrafo.
La fotografía es el espacio donde imaginarme.
En la fotografía, destino y presente sueñan en el latir de un fragmento de tiempo,
un permanente pasado.
Un permanente pasado…
No hay retorno posible.
Con las fotografías un mar de recuerdos se despierta.
Se agita. Se encrespa…
Fotos y más fotos que dejan tras de sí un eco. El eco de mis pasos.
La fotografía es un certificado de presencia... De ausencia.
La fotografía es iconografía de muerte. Está en su naturaleza.
En ella ya no somos como somos. Somos como éramos…
Ciertamente en la fotografía hay un elemento fatalista.
En cien años todos calvos. Quiero decir que una colección de retratados
es una colección de futuros cadáveres.
La fotografía es un poderoso médium.
Nos lleva al otro lado de la vida.
Y allí, atrapados en su mundo de luces y sombras,
siendo sólo presencia, también vivimos.
Inmutables. Sin penas. Redimidos nuestros pecados.
Por fin domesticados… Congelados.
Al otro lado de la vida... De donde no se vuelve.

martes, 15 de mayo de 2012

La red de la crueldad se teje entre la obediencia y la indiferencia

Les comparto mi reiterado deleite por sentarme a la mesa de las palabras junto con un magnífico grupo de comensales en la revista "La Otra Gaceta".  Participo con el texto La red de la crueldad se teje entre la obediencia y la indiferencia, donde presento mi perspectiva de la crueldad acompañado de autores como Sontag, Lèvinas, Maquiavelo, Gramsci, Patocka, Bauman, entre otros. Tras una disertación, concluyo que  "actuar éticamente implica, en muchas ocasiones, actuar con desobediencia", pues la crueldad, que es exclusivamente humana, ha tenido sus expresiones más siniestras  al amparo de autoridades legitimizadas.
El link es el siguiente:

http://www.laotrarevista.com/2012/05/la-crueldad-juan-pablo-brand/#more-2844

miércoles, 9 de mayo de 2012

En el nombre del Padre, darse en la Madre


       Estación ausente, voz silenciosa, sosegada turbulencia, caótica armonía, ensueño real, indicio oculto, espíritu material, distinguida humildad, niño viejo, fervoroso agnóstico… en fin, mi padre es un oxímoron al cual decidí amar, pues en su tránsito por los opuestos me obsequió la libertad al manifestar su inconformidad y su resistencia a la hegemonía. Su dinamismo óntico es tan perceptible que prescindo de la comprensión para acceder a él.
       No así con mi madre, firme como el andar del tiempo, coherente constelación, adulta desde la cuna. Quieta cual sol, contempla el movimiento de los otros anclada en su privilegio gravitacional. Se tutea con Dios y en su diálogo se lamentan por las debilidades humanas, pero aún en su complicidad con lo divino, no toca la santidad, odia los escenarios, por tanto se esfuerza por no trascender lo suficiente como para merecer un nicho o un altar, nada le resultaría más incómodo que ser observada perpetuamente por miradas fervientes, ávidas de consuelo, rogadoras de subsidio celestial.
       Mi madre es un misterio en cuya sombra me constituí, la amé desde el principio, por lo que a diferencia de lo sucedido con mi padre, con ella tuve que aprender a moderar mi amor para lograr la transgresión, pues con una madre tan extensa la diferenciación sólo es posible al margen de sus leyes. Cuando se tiene tan cerca una supernova, el riesgo de quedar atrapado en su órbita es permanente, tras prolongadas batallas en los campos del corazón y el lenguaje, me constituí en cometa, de tal manera que cruzo frente al sol y entre las órbitas pero no me detengo, por eso no soy el que se va sino el que no ha llegado.
      Mi madre me regaló la fuerza, la libertad conlleva soledad, y la soledad sólo es soportable cuando uno desciende de los brazos maternos, cuando  emerge de la matriz para construir su heteropía, su otro lugar. Chevalier y Gheerbrant nos dicen que el simbolismo de la madre “se relaciona con el de la mar, como también con el de la tierra, en el sentido de que una y otra” son receptáculos y matrices de la vida, “en este símbolo de la madre se encuentra la misma ambivalencia que el del mar y la tierra: la vida y la muerte son correlativas. Nacer es salir del vientre de la madre; morir es retornar a la tierra. La madre es la seguridad del abrigo, del calor, de la ternura y el alimento; es también, por el contrario, el riesgo de opresión debido a la estrechez del medio y al ahogo por una prolongación excesiva de la función de nodriza y de guía: la genitrix devorando al futuro genitor, la generosidad tornándose acaparadora y castradora”.
       El amor al padre es una elección, el amor a la madre es una ratificación. Quien no se ha cuestionado el amor a su madre, no sabrá si lo que experimenta es amor por la persona o una inercia impulsada por el temor al abandono. Para ser en el mundo es necesario darse en la madre, impactar las representaciones de nosotros mismos emanadas del vínculo con la madre en el muro del padre, símbolo de la ley, de la organización allende el universo familiar. Ser genitores, creadores de nueva vida, tanto biológica como imaginaria o simbólica, implica dejar el posicionamiento de hija e hijo, de otra manera no hay creación sino duplicación. Renunciar a ser a toda madre, es decir, tener poca madre, nos evita muchos desmadres
Los autores antes citados refieren: “El padre no sólo es el ser que queremos poseer o tener; sino también el que queremos poder llegar a ser, el que queremos ser o valer. Y este progreso pasa por la vía de supresión del padre ‘otro’ hacia el acceso al padre ‘yo mismo’. Tal identificación con el padre entraña el doble movimiento de muerte (para él) y de renacimiento (para mí). El padre pues subsiste siempre como una imagen permanente de trascendencia, que sólo puede aceptarse  sin problema con un amor recíproco de adulto”.
Esto es, la madre nos da la fuerza para vincularnos, para amar, es la plataforma del ser. El padre despliega el horizonte de lo que podemos ser, es palabra que nos permite establecer acuerdos de convivencia. La mirada de la madre impulsa el enamoramiento, la voz del padre la continuidad del amor.  La madre es fascinación, el padre convicción. La madre es principio, el padre es fin.
Madre y Padre deben morir como genitores para renacer como referentes de reciprocidad, seres dialogantes con sus ancestros y descendientes, eslabones entre los vivos y los muertos, memoria retrospectiva y prospectiva. La mejor herencia es una historia compartida donde los miembros de un grupo puedan dar sentido a sus creaciones y facilitar el intercambio simbólico con otros grupos.